lunes, julio 31, 2006

La iniciación de los conscriptos (o la patriótica hospitalidad homosexual)

Siempre ha sido costumbre para las locas aventureras cruzar territorios minados, desafiando la «pureza» de la masculinidad militar, hacer guardia afuera de los regimientos esperando a los pelados que hacen el servicio para invitarlos a una cerveza, un completo y comprarles una cajetilla de Viceroy para luego llevarlos a alguna pieza de mala muerte donde el recluta paga estas atenciones con sus servicios erectos. Es así, y por décadas estas ocultas complicidades forman parte de la iniciación patriótico sexual de muchos adolescentes, que rapados al cero, son enviados a ciudades distantes de su hogar, lugares extraños y lejanos como Punta Arenas, Antofagasta, Talcahuano, Iquique o Arica, donde sus días de permiso, son tardes vagabundas dando vueltas en la Plaza de Armas, fumándose el único paquete de cigarros comprado con los pocos pesos que les da el ejército. Buscando entre los parroquianos una mirada amiga que los invite a sus casas a tomar una aguada taza de té.

Los chicos de la milicia, obligados a permanecer largo tiempo en estos remotos paisajes, aventuran su tedioso deambular en la mirada seductora de algún marica que delicadamente les sigue los pasos, que los mira a la pasada con un parpadeo de amapolas calientes, contagiándoles un misterioso acuerdo poético carnal que los engancha cuando la loca se acerca con un cigarro en la boca y le pregunta a uno: «¿Tienes fuego? ¿Tú no eres de acá? ¿Cómo te llamas?» Y la verdad, a tantos kilómetros lejos de su hogar, de sus amigos machitos peloteros de la cuadra, de sus pololas del colegio, el pendejo ni lo piensa y se deja envolver por esa única forma de cariño mariposón que encuentra en este exilio militar. Así, cada vez que los domingos tiene día de permiso, ya no va a girar aburrido por los jardines de la plaza, ahora tiene otro hogar, otra casa que lo recibe con café con leche y tostadas en la once, y después de ver televisión echado a pata suelta en una cama, luego de haberse fumado una aguja de macoña colombiana que le tenía de regalo su loca, para que esos humos celestes le amortigüen los moretones del entrenamiento con su nirvana vegetal. Aún lo espera una botella de pisco para calentar la fiebre aeróbica de la noche. Pero no siempre el chico tiene que pagar la hospitalidad «hogar, dulce hogar», boqueando entre las sábanas colipatas. A veces, los pilla el amanecer solamente conversando, contándole al marica sus fracasos en el colegio, las humillaciones que tuvo que pasar de junior, mozo o barrendero en esas pegas para liceanos repitentes, que después de tanta decepción, lo único que les queda es el servicio militar. «Porque mi viejo no podía seguir manteniéndome, ¿cachái? Y todos los días me sacaba en cara la ropa y la cagá de comida que me daban en la casa. Por eso me inscribí para el servicio, y me mandaron al norte. Y yo quería que me mandaran lo más lejos de mi casa. Lo más lejos, para olvidarme de la pasta base, de los locos de la esquina, de mi polola y de mi mamá, que es lo único que no puedo olvidar.» Y allí, la melancolía 45 grados del pisco lo hace sollozar. En esa cama ajena, con olor a sexo y alcohol, es en el único nido que se permite quebrarse, y llorar, llorar amargamente como un mocoso, mientras la marica le pasa un pañuelo, lo consuela, y levanta su ánimo, diciéndole que no se ponga así, que ya todo va a pasar, que pronto va a regresar a su casa, que mañana será otro día. Y después de acurrucarlo en sus brazos, lo relaja con un masaje oriental, desenchufa la tele, apaga la luz, y lo deja dormir solo y bien arropado como una madre cariñosa que se guarda en el alma sus deseos incestuosos.

Así, estas iniciaciones que viven los chicos del regimiento son favores compartidos, pactos de urgido sexo sodomita a cambio de la tibieza hogareña que aplaca la relegación obligada de la educación militar. Es posible que al pasar ese tiempo, cuando los aprendices de soldados regresan a sus casas con la licencia en la mano, nunca más recuerden la casita rosada donde las tristes tardes de la milicia se endulzaron de cariño prohibido, sexo verde y psicológica confesión. Quizás, estos secretos entre conscriptos se llevarán para siempre tapiados por la represiva virilidad castrense, o también formarán parte de una bitácora paralela que guarda el ejército, como servicios a la patria entregados clandestinamente por la hospitalidad homosexual.

viernes, julio 28, 2006

La enamorada errancia del descontrol

Mirar hoy en retrospectiva los distintos estallidos juveniles que trazaron políticas y poéticas del descontento en las últimas décadas, quizás sea necesario para entender las nuevas formas de control social que el sistema de turno perfecciona para identificar, fichar y encapsular la fiebre joven, que desde antes del cincuenta, fue el motor alocado que desató utopías justicieras y sueños de futuro, donde los jóvenes aspiraban a tener alguna participación efectiva en las tramas políticas que iban a definir su porvenir. Tal vez, es necesario hacer una introducción a esta crónica, para remirar las huellas finiseculares de este desacato y poder descifrar la ingenua rebeldía que movilizó varias generaciones de la verde juventud, que al pasar los años, los acomodos partidarios y las rearticulaciones ideológicas, vieron decaer lentamente las dulces ilusiones, las provocativas rabias que no lograron fracturar el blindaje conservador del neo-ordenamiento, y así darle paso al amanecer de un mundo donde el deseo veinteañero inflamaría la transformación.

Tal vez fue mucha la responsabilidad depositada en la joven revolución, y ahora resulte cómodo analizar desde el sillón de «adulto mayor» o desde la tranquila lógica del «adulto joven», los excedentes de las movilizaciones estudiantiles, universitarias, barriales, pandilleras o deportivas, que en algún momento, pusieron en jaque la institucionalidad y la hipocresía de su estatus. Digo que resulta cómodo registrar estos hechos, porque una territorialidad del espacio callejero hermana los distintos flujos jóvenes, que en la actualidad, se agrupan y desagrupan en la estrategia nómada de su errancia anarquista. En este sentido, la urbe contiene y desborda el vandalismo púber como un cambiante espacio donde se enfrentan las políticas de control y su desobediencia. Es la vía pública donde la práctica de la porfía civil desata su pasión, es la calle el escenario donde el cuerpo pendejo se enfrenta a su policial contendor, por cierto, siempre en desventaja frente a la máquina móvil de la ley que aplasta sin contemplaciones la aventura de la trasgresión. Así, nos encontramos hoy con otro mapa juvenil que no corresponde al nostálgico ideario del revolucionario del sesenta: idealista por discurso filosófico y doctrinario por iluminismo anticapitalista. Ya no bastan estas filiaciones para formar parte del pandillismo, que se camufla en la selva urbana (ya no en la sierra), realizando sus micropolíticas agresivas para romper la frustración y el desencanto.

Desde esta perspectiva, quizás tan errática como las pulsiones que a veces intervienen la calle, trataré de articular una mirada sobre el fenómeno social de las barras bravas. Por cierto, tratando de perfilar su pálida diferencia tercer-mundista, que subraya un abismo con el mismo suceso deportivo que se dio en otras partes del globo. Así, aunque parezcan similares dichos estallidos juveniles tras el fútbol, en Latinoamérica, y especialmente en Chile, su transcurso está afectado por causas políticas y desajustes tribales que diferencian las prácticas de fanatismo deportivo. Más bien, aisla el proceso de las barras bravas chilenas, que se dio tomando como excusa el fútbol, para demandar mejoras político-culturales en la masa joven heredada de la dictadura. Es así que se hace necesario contaminar este texto con biografías barriales, lenguajes de tribus y sobrevivencias de periferias, para adentrarse en la sociología del desamparo, donde surgieron las temidas barras.

EL DESPOBLADO OCIO DE LA CANCHA DEPORTIVA

Tal vez, al mirar Santiago de Chile desde un avión, es posible que en el árido paisaje que lo rodea, podamos distinguir sitios baldíos, cuadrados de tierra destinados a plazas, áreas verdes o sitios de recreación para los pobladores, pero que nunca llegaron a realizarse. Y al final terminaron como el tierral colectivo de la cancha donde los jóvenes practican fútbol, el juego más popular del país, la entretención gratuita que forma parte de la memoria cotidiana de los habitantes del Santiago pobre. Porque el fútbol siempre fue un deporte barato de practicar, sólo basta una pelota, el rayado de la cancha y el equipo de muchachos corriendo y pateando la bola, para olvidarse un rato de la cesantía y las carencias del medio. Allí en la cancha experimentan la única libertad corporal que conocen, la única libertad que les permite evacuar su resentimiento de chicos pobla, que se reúnen cada fin de semana bajo la insignia del club deportivo. Porque en toda población periférica existe un club que agrupa jóvenes adictos al balón, y estas pequeñas organizaciones vecinales reflejan un retrato del pasatiempo barrial que alegra sus días festivos con el ritual del partido en la cancha. Así, la misma cancha, que en estos confines latinoamericanos no es el campo sport tapizado de verde musgo, se transforma en una «zona franca» o territorio sin ley que ellos eligen y ocupan también para sus mitines de convivencia, sus fiestas y celebraciones por triunfos o derrotas del equipo, da lo mismo, cualquier resultado es la excusa para festejar con mucho alcohol, que se bebe sin límites y a cualquier hora. Pero especialmente al anochecer, cuando cae la sombra y es más fácil permanecer oculto de la policía en las tinieblas de la cancha mal iluminada por los faroles rotos. Ahí no falta la droga, el querido pasto, los pitos o macoña, como llaman a la cannabis sativa, que ellos mismos siembran en sus tristes jardines. Esta yerba, en la década pasada, era la droga más popular para los chicos del borde. Incluso su consumo llegó a ser aceptado por las madres y familias que no veían peligro grave en la inocente plantita. «Lo pone más tranquilo. Incluso yo misma me tomo un tecito de hojas cuando estoy muy nerviosa», decían las señoras regando la marihuana, que era lo único fértil que brotaba en los áridos jardines. Pero al llegar los noventa, la folclórica marihuana fue desplazada por las múltiples ofertas del libre mercado. Especialmente por la cocaína, que en un comienzo se repartió como un maná entre estos adolescentes para sembrar adictos. La propaganda de este consumo, manipulada por policías y traficantes, parecía decir: «El primero te lo regalo, el segundo te lo vendo.» Y resulta importante hacer notar este cambio de adicción entre los chicos drogos, que luego integrarían las barras bravas, especialmente porque su situación monetaria no les permitió asumir un consumo tan costoso como el de la cocaína. A cambio, y en reemplazo a la frustración de no poder acceder a esa droga de ricos, el mismo mercado puso a su disposición un subproducto de la misma blanca: la droga llamada pasta base, fabricada con excedentes de cocaína, más yeso, cal y otras basuras en polvo. Tal producto se fuma y se vende en cigarrillos a un costo de dos dólares en los suburbios de Santiago. Sólo para empezar y caer en la angustia de su cruel adicción, porque después del primer cigarro y su éxtasis que sólo dura unos minutos, viene un vacío depresivo que obliga a seguir consumiendo desesperadamente otro cigarro y otro y otro, hasta que se acaban las monedas y «la angustia», como le llaman a la pasta base, obliga a los chicos a robar, asaltar, matar para adquirir otra dosis, y así mantener por unos minutos la pequeña felicidad de su desespero.

Y todo esto ocurre en el solitario paisaje de la cancha futbolera, el mismo espacio grabado en el recuerdo de la dictadura, porque allí los milicos amontonaban jóvenes en los allanamientos nocturnos a mediados de los ochenta. Estos operativos de represión que sólo afectaban a los barrios bajos, según la dictadura para detectar focos de subversión, son escenas imborrables en la memoria de los pobladores, porque a media noche, de madrugada, cuando el vecindario dormía, el sobresalto de los altoparlantes los despertaba con la orden: «Éste es un operativo de allanamiento, se ordena a todos los varones de la población que a la cuenta de tres tiempos estén formados en la cancha.» Y allí nadie podía contradecir esa orden con metralleta en mano, porque las tropas con la cara pintada entraban a las casas, pateando puertas, quebrando ventanas, sacando a culatazos a los maridos, abuelos, niños y jóvenes, a medio vestir, en calzoncillos, trotando por la calle rumbo a la cancha de fútbol donde, formados en filas, los empadronaban golpeándolos cuando titubeaban al no recordar el número de su documento de identidad.

Por éstas y otras razones, el desolado eriazo de la cancha pareciera ser el punto de partida desde donde comenzaron las movilizaciones masivas de las barras bravas. Los suburbios de Santiago acunaron la fobia antifascista que dio una dura batalla en la dictadura, demarcando entonces un perímetro de resistencia a las botas con la guerrilla urbana que se manifestaba con el cerco de barricadas y bombas molotov que ardían en la noche de protesta. Las noches de oscuridad por los apagones generales que provocaban los jóvenes de 1986, arrojando alambres al tendido eléctrico, enfrentándose a piedrazos con la máquina militar. Siendo detenidos, torturados y humillados constantemente en las cárceles donde eran llevados en manadas, a golpes, sin ningún derecho civil que avalara estas razias. Son muchos los que cayeron en esta lucha por la esperada libertad. Son más los que gastaron sus cortos años en militancias clandestinas, paros estudiantiles, tomas de colegios, vigilias por los desaparecidos, ayunos y todo el esfuerzo humano que significó el regreso al sistema democrático. Ellos participaron activamente en las concentraciones y marchas por el «No», que a fines de los ochenta, hicieron tambalear la dictadura y a principios de los noventa, llevaron al triunfo a la concertación de partidos opositores al régimen.

CON LA DEMOCRACIA LLEGARON LAS BARRAS

El cambio político que tuvo Chile con la llegada del gobierno demócrata cristiano de Patricio Aylwin, apoyado por corrientes socialistas, para los muchachos de la periferia sólo fue una alegría pasajera, porque al correr el tiempo se develaron los amarres constitucionales y los aparatos de represión que la dictadura dejó intactos para custodiar probables desenfados sociales. Así, la policía, luego justificada por la democracia, incentivó la represión callejera dirigida especialmente a la juventud. Como una forma de venganza con los protagonistas de las protestas, los carabineros activaron la ley de detención por sospecha, realizando masivas detenciones en todo Santiago, pero especialmente a esa juventud excedente que dejó el traspaso político. Bandas errantes de anarquistas con pelos largos y vestimentas llamativas, grupos de esquina que tomaban alcohol y fumaban marihuana escuchando un partido de fútbol o un concierto de rock, eran apresados y formados en filas al grito de: «Todos contra la pared.»

En este clima de decepción, hicieron su estreno vandálico las barras bravas. Principalmente las dos más importantes: la Garra Blanca y Los de Abajo. La primera que se dice la más antigua y fundadora de este fanatismo neorromántico, es adherente al Club Deportivo Colo Colo, un equipo que lleva por insignia el perfil del cacique araucano Colo Colo, un personaje heroico que defendió el territorio mapuche durante la Conquista. Esta barra lleva en sí esta épica, y la escenifica en el contexto socio-político de quienes la componen: mayoritariamente jóvenes de la periferia que llevan en sus rasgos faciales la porfiada herencia mapuche. Se llaman a sí mismos «INDIOS PROLETAS Y REVOLUCIONARIOS», contradiciendo el típico arribismo desclasado de la actual sociedad chilena. Así, la Garra Blanca ostenta el orgullo de reconocer y asumir su origen humilde, lo cantan en sus himnos, lo escriben en sus graffitis, lo gritan en sus consignas, como una manera de hacer presente el sustrato más desprotegido por el modelo económico impuesto por la dictadura y sustentado por el neoaburguesamiento de la democracia actual.

«TE QUIERO ALBO, TE LLEVO EN EL CORAZÓN»

La Garra Blanca parte como tal hacia fines de los ochenta, pero fue en 1985 cuando diversos desajustes al interior de la barra oficial de Coló Coló, que por entonces se llamaba Quien es Chile, provocan la división de los hinchas, al parecer por desacuerdos generacionales. «Fue algo que se venía dando de a poco. En el grupo juvenil éramos como cincuenta. Digo entre comillas, porque a los de poca edad no nos tomaban en cuenta. Y como no podíamos participar en los carretes que hacían ellos, nos marginaban. Y dentro de esos marginados notábamos líderes, como el Guatón Jano, un compadre al que le gustaba decir garabatos y rompía con las reglas. Siempre tenía problemas con la directiva, hasta que un día lo echaron porque insultó a un dirigente, y al próximo partido él se puso al medio de la cabecera norte del Estadio Nacional, cantando solo, y nosotros lo seguimos. Ahí empezó todo.»1

Este primer grupo de chicos rebeldes, entre los que estaban el Snoopy, el Ángel y el Samuel, por cierto también tenían otras formas de celebración deportiva que se diferenciaba de las aburridas tardes del estadio en la barra tradicional. Por ahí corría una caja de vino, más allá humeaba un pito de marihuana, alguno gritaba «Muera Pinochet», incorporando la contingencia política a la consigna deportiva, y este loco desenfado fue creciendo hasta opacar a la antigua barra, que desapareció en el protagonismo noticioso de la Garra Blanca, nombre que ellos tomaron usando como referencia la Garra Negra del equipo Corinthians de Brasil. El resto se fue dando solo. Fueron perfilándose como movilización colectiva de jóvenes que llegó a juntar veinte mil personas adherentes a la consigna «Te quiero albo, te llevo en el corazón». Lo de albo viene del color blanco de la camiseta usada por el Colo Colo, contradiciendo irónicamente la propaganda de barbarie negra que cargan por los constantes desastres que ocurren después de cada partido. Graderías ardiendo, miles de palos, piedras y botellas que llueven en la cancha, decenas de autos con los parabrisas rotos, declaraciones por televisión de los dirigentes del equipo, culpando al extremismo izquierdista que infiltró el sano corazón deportivo de los binchas, el intendente de Santiago diciendo que el Club Colo Colo debería hacerse cargo de las millonarias cuentas por daños y perjuicios, pero los dirigentes del club contestan que no se hacen cargo de estas cuentas porque la denominada Garra Blanca opera más allá de los límites de su control. No los reconocen como barra oficial, más bien fueron expulsados de la hinchada que sigue al equipo. Entonces el enamorado fervor de los chicos garleros es un sentimiento huérfano que va por ahí con sus desmanes, es una fidelidad nómada que se resiste porfiadamente al empadronamiento que propone la Ley de violencia en los estadios. A cambio, ellos se reúnen clandestinamente en bares de barrio a planificar sus acciones. Ahí en el entierrado paisaje de la cancha que los vio nacer, organizan su estrategia de moverse en grupos fraccionados que se arman en cada barrio de Santiago; Los Killers, Los Incansables, La Río, Holocausto, Los Revolucionalbos, Los Ganster's de Cerro Navia, son algunos de los «colectivos de trabajo» que posee la Garra. Dicen colectivos de trabajo, siendo irónicos con la cesantía de sus miembros que cantan incansables: «Yo no quiero trabajar, no quiero ir a estudiar, no me voy a empadronar, quiero cantarle al albo todo el día, culiarme al chuncho (U. de Chile) y a la policía.»

El tema del empadronamiento de las barras fue una larga polémica que se dio por los medios de comunicación. Para que ellos aceptaran el fichaje de entregar nombres, fecha de nacimiento, cédula de identidad y domicilio, se les ofrecía todo tipo de regalos y garantías: materiales para renovar los antiguos lienzos maltratados en la lucha urbana, nuevos bombos para renovar el tam tam, que resuena como el corazón al centro de las barras bravas, un lugar bien identificado que sirviera de secretaría de los hinchas, apoyo económico para futuros proyectos, etcétera. «Como si fuéramos niños nos ofrecían juguetes por nuestra libertad», dice Erick, de la Garra Blanca, agregando que nunca aceptaron ser partes de ese chantaje. Total en todos estos años de clandestinidad, la Garra aprendió a moverse con sus escasos medios, juntando las monedas para reparar el bombo que se rompió huyendo de la policía, armando tocatas de grupos rock heavy metal, solidarios con la barra, preparando fiestas y poder sacar la revista Garra Blanca, la voz auténtica del alma garrera. Una publicación que lleva tres números, con un tiraje de tres mil ejemplares en papel couché, fotos a color, cuidada impresión, con el mínimo avisaje a un costo de seis millones que salen quién sabe de dónde. Seguro de cualquier movida pirata que manejan los chicos del borde, cualquiera, incluyendo saqueos y otros traspasos delictuales, menos vender el alma al mercado. Aunque en una ocasión aceptaron que Trofeos Mille les financiara un lienzo gigante de cincuenta metros. A cambio, debían poner la publicidad a los costados, pero ellos dejaron sólo la consigna barrista y eliminaron la propaganda con la excusa de que los pacos habían roto esa parte.

«MÁS QUE LA PATRIA, MÁS QUE LA MADRE, MÁS QUE UNA RELIGIÓN»

Pareciera que el callejeo filudo e ingobernable de la Garra Blanca, es la única filosofía que mueve las políticas infractoras de su errancia, llevando como ideología el deseo de triunfo deportivo de su equipo. Pero incluso más allá que el mismo equipo, la pasión barrista excede el fans club personalizado, para transformarse en un otro devenir múltiple de sociales deseos. «Los jugadores pasan y la barra queda», dice con algo de tristeza Erick, editor de la mencionada revista de la Garra, acentuando sus motivos de inestabilidad social que lo hacen estar allí. Como si en un momento hiciera un paréntesis en su fanatismo, para mirar más lejos y ver en el futuro cercano su calidad de sujeto no garantizado por el sistema actual, comparando quizás su mísera situación con la millonaria paga que reciben los jugadores del equipo de sus amores. El fútbol es una empresa transnacional que compra y vende sujetos como esclavos que saben mover las piernas, le comento a Erick. Me contesta que es cierto. «Pero es la única posibilidad que tienen algunos de salir del barrio y ser alguien en la vida. A nosotros nos cae bien Zamorano porque aunque está millonario y famoso, nunca olvida su clase.» Pero solamente son contados los chicos que llegan a primera selección, el resto sigue dándole al bombo en las galerías donde la Garra Blanca se hace presente con la espectacularidad de su transitorio montaje. Ahí, en la barra, en el perímetro organizado de su formación, son libres. «Es la única libertad que conozco», dice Erick, describiendo la estrategia grupal de atrincherarse en un solo lugar del estadio para protegerse de la agresión policial o de la barra enemiga. «Ahí soy otro», repite, narrando las mil maneras que usan para pasar de contrabando el alcohol y las drogas que arengan la fiesta. Porque a la entrada del estadio deben pasar por un control minucioso de manos policiales que los manosean y perros que los huelen mostrando los dientes. Pero igual pasan el copete en bolsas plásticas que ocultan en sus genitales. «Es lo único que no nos tocan», ríe Erick cuando recuerda que una vez de tanto saltar y apretarse en el grupo, la bolsa se rompió derramándose el alcohol (pisco) en su entrepierna, y fue tanto el ardor, que pasó todo el partido echándose agua en los baños.

Estas formas de piratear la pasión dionisiaca al interior del campo deportivo, también incluyen la identidad de los barristas que usan múltiples chapas, apodos o sobrenombres para nombrarse, y así escamotear la ficha punitiva del empadronamiento; se reconocen por el Víper, la Chica Sandra, el Palomo, el Rodilla, el Barti, el Jota, el Lucho o el Erick a secas, sin apellido, sin pasado, sin familia, porque su única familia es la pasión barrista que en las graderías encuentra su enamorado descontrol.

Los motivos de sus rabias y desastres callejeros son muchos, tantos como las biografías resentidas que viste la camiseta insignia de la barra. Y aunque todos coinciden con motivos de triunfo o derrota del equipo, agregan que también porque Pinochet ingresó al Senado en Valparaíso. Y ahí los vi una vez más, en la protesta masiva que estalló frente al Parlamento. Ahí estaban, con sus pasamontañas de combate, igual que el Subcomandante Marcos, pero movilizados en skateboard. Entre el humo de las bombas lacrimógenas, pasaban raudos tirando su artillería de piedras y encendiendo barricadas que inflamaron esa vergonzosa mañana en el puerto. Era difícil distinguir a qué barra pertenecían (a la Garra o Los de Abajo). En estos casos de refriega urbana, ellos ocultan sus rostros de la televisión y los fotógrafos. Tampoco llevan los emblemas del equipo, más bien hacen un pacto de no agresión en estas fechas contingentes, donde la memoria política los hermana en un solo motín de rebelión. Al igual que todos los aniversarios del Once de Septiembre, cuando se conmemora el golpe militar de 1973, y las agrupaciones de detenidos desaparecidos o ejecutados políticos marchan por las calles hasta el cementerio, las barras bravas son infaltables en el largo cortejo que cruza la ciudad, enarbolando banderas rojas, pancartas políticas y las fotos de los detenidos desaparecidos prendida al pecho de las madres huérfanas que perdieron a sus hijos. En este ritual de la memoria, los chicos barristas aportan su rebelión callejera cuando los escuadrones de policías atacan la marcha con sus gases lacrimógenos. Ante tal provocación, las dos barras se unen para contraatacar la repre. Y en el caos que provoca esta violencia uniformada, a veces los duros chicos barristas ayudan a las señoras que en la confusión han perdido un zapato. Ellos forman un escudo de contención en el Memorial (Monumento a los Detenidos Desaparecidos), para proteger a mujeres y niños del ataque policial, que año a año justifica un vocero de gobierno, declarando: «Carabineros actuó en legítima defensa». Por cierto, estas excusas hacen reír a los chicos barristas que en la refriega, acentúan los piedrazos contra la hipocresía oficial. En una oportunidad, cerca del cementerio, se encontraron con una tienda de zapatos Hush Puppies; un calzado para ricos por su alto precio, inalcanzable para los jóvenes pobres. Ellos no lo pensaron dos veces, y saquearon el lugar, dejando en la vitrina sus gastados zapatos rotos. En otra oportunidad, cuando regresaban de un partido realizado fuera de Santiago, aburridos del sopor del tren que los llevaba a buen destino, decidieron descarrilar el último vagón donde se encontraban. Y el tren siguió por la línea sin percatarse de que sus revoltosos pasajeros habían tomado otro rumbo. Tal vez para huir del ordenamiento que dirige el tránsito vehicular. Tal vez para ser dueños, por única vez, de un tren real. «Ellos, que de niños soñaron con el trencito eléctrico, juguete de la infancia rica, por esa vez tuvieron un tren de verdad, para irse a Disneyworld o Woodstock, alejándose de los tierrales secos de la pobla, de la ley pisando los talones y siempre arrancando, toda la vida en apuros de colegio, cárcel y hospital.»2

Tal vez en la lúdica agresión de ciertas acciones que ejecutan las barras, afloren resentimientos de clase que han marcado duramente el transcurso de sus pendejas vidas. Como niños grandes que juegan a bandidos justicieros, se adueñan de aquello que el Tercer Mundo les negó.

Otras razones que han detonado la rabia en los miembros de las barras se relacionan con injusticias raciales o segregaciones étnicas; como cuando se filmó el apaleo brutal a negros en la ciudad de Los Ángeles, Estados Unidos, los chicos sintieron en carne propia la luma policial, y lo manifestaron en acciones de protesta. Al igual que frente al desalojo del pueblo mapuche de sus tierras en el Alto Biobío para construir una represa, la Garra Blanca, solidaria, organizó un masivo acto de repudio. Pero como ellos acostumbran escupir sus broncas, con mucho ruido de consignas, aullidos de trutrucas y violento metal-rock, el concierto llamado Festival de Resistencia Mapuche, congregó bandas rockeras de Chile y Argentina que pusieron su estruendo musical junto a la causa de los pueblos precolombinos. Allí estuvo A.N.I.M.A.L., Fiscales, Panteras Negras, Los Miserables, guitarreando su lenguaje tribal junto al discurso de Aucán Huilcamán, voz pública del Consejo de Todas las Tierras. Lo recaudado en las entradas fue en beneficio de esta agrupación. De esta manera, los chicos barristas irradian su política agresión, complicitándose con otras causas minoritarias. Y ellos ponen su corazón resentido junto a las víctimas del atropello neoliberal; el resto, soltar amarras de pasión y seguir al equipo dónde vaya, cómo sea, juntando las monedas y contratar un bus que sale de Santiago tambaleándose con tanto ebrio que canta con lágrimas en los ojos: «Yo nací en un barrio de fonolitas y cartón, yo fumé marihuana y tuve un amor/Muchas veces fui preso y muchas veces rompí la voz./ Atora en democracia todas las cosas siguen igual, nos preguntamos hasta cuándo vamos a aguantar./Ahora que soy de abajo he comprendido la situación, hay sólo dos caminos: ser bullanguero y revolución.»3

UN INCANSABLE GÜEVEO TRANSHUMANTE

Salvándose de los controles policiales, los buses de las barras trasladan su desacato púber a todo el territorio sudamericano. Por la enorme carretera sur llevan el ronco canto de su desencanto por los pueblos y ciudades que los ven pasar con cierto terror. Porque cuando el bus se detiene por falta de alcohol o comida, ellos se bajan a pedir, y si no les dan, arrasan con los Esso Market de la carretera, y dejan como prenda una bandera del equipo y el alfabeto prófugo de sus graffitis. Una escritura propia de la tribu barrial que mezcla trazos de signos góticos con letras filudas de la gramática rockera. Cruces invertidas y vocales de flechas, convocando satanismo y códigos precolombinos de lenguaje. Y todo este conjunto de jeroglíficos es la huella intraducible de su pellejo peregrinar. Por cierto indicios difíciles de leer para sus uniformados perseguidores. Sólo trazos, garabatos tiernos de su silabario sudaca, que incansable, tizna las murallas recién pintadas de la «democracia feliz».

Pareciera que en este gesto de rayar y rayar muros con la caligrafía profana de sus graffitis, ellos confrontaran críticamente el nuevo orden educacional del libre mercado, las políticas clasistas de las universidades y colegios privados que inauguró el modelo económico a los que no tienen acceso los jóvenes pobladores que no pueden pagar sus altas mensualidades. Pareciera que los rayados de las barras fueran signos que decoran la ciudad, conteniendo todo el desencanto que les dejó la transición democrática. Esta manera de hacerse visible en la limpia pizarra urbana, delata su estigma de chicos duros ajusticiados por un sistema, que antes de nacer, ya les tenía escrito su prontuario.

Así y todo, ellos son los únicos que se la creen destruyendo las señales del tránsito que encuentran a su paso, los letreros del PARE, SIGA, NO DOBLAR, DETÉNGASE, los echan por tierra y van trazando una estela pirata en la experimentación anárquica que afiebra el camino. Los barrios pudientes de la capital tiemblan cuando algún partido de fútbol se realiza en el estadio San Carlos de Apoquindo de la Universidad Católica, sobre todo porque días antes, las autoridades en seguridad declaran que han reforzado la protección policial a las casas de los ricos. Se lleva a cabo un costoso aparataje de represión, como si publicitando la prevención, se desafiara la batalla campal antes anunciada. Y así ocurre, así aparecen en la televisión las manadas de chicos esposados caminando cabeza gacha al retén policial. Pero no todos son detenidos; el resto, en enjambres de poética destrucción, se la cobra con los jardincitos, autos lujosos y toda la juguetería que ostenta la clase alta, el 1,8 por ciento de las familias chilenas que viven con ingresos mensuales de siete millones de pesos y más. Tanto contraste socioeconómico acentúa la ira de los jóvenes proletarios, que luego del vandálico deporte, desaparecen en la sombra cómplice que les brinda la urbe, regresan a su territorio al compás de sus cantos, con la melodía de sus himnos que rescatan viejas canciones del gusto popular y las rescriben con las demandas de nuevas letras. Así, las históricas marchas de la Unidad Popular que animaron la candidatura de Salvador Allende, vuelven a sonar como new cover de la vieja utopía. El conocido «Venceremos» resuena hoy como un eco fresco en el estadio Nacional, que fuera campo de concentración en los inicios de la dictadura. Pero ellos lo cantan sin nostalgia, sin repetir el triste optimismo de la arenga izquierdista. Sólo rescatan el hilo musical que ellos nunca entonaron en aquella lejana fiesta, que sólo les llegó en casetes prohibidos o testimonios de padres y familiares exiliados o detenidos después del golpe. Por esto, aunque la prensa oficial los acuse de alma negra, drogadictos, vagos y borrachos, los chicos del margen saben elegir a la hora de entregar su adhesión (no su voto, son muy pocos los inscritos en los registros electorales). Ellos vislumbran en la penumbra ingenua de su joven emoción, la memoria estropeada del país que los vio nacer, y la vuelven a experimentar con los avatares de su batalla cunetera.

Para el ojo punitivo del sistema, representan las ovejas negras que dan mal ejemplo a la actual juventud exitista, conservadora e idiotizada por la navidad consumista de los mall, shoping y centros comerciales del Miami chileno. Pero más bien, las pandillas barristas representan un excedente humano que altera la risa cínica del Chile triunfador. El Jaguar descalzo del Cono Sur, el experimento económico que traza sus macropolíticas como un ave Fénix sobrevolando la techumbre oxidada de la periferia, y el paisaje opaco de la cancha de fútbol donde los ángeles de suelas rotas amortiguan su chasconeado pasar.


NOTAS

1. Entrevista diario Las Últimas Noticias, 23 de marzo de 1997.
2. Pedro Lemebel, La esquina es mi corazón (crónica urbana), Editorial Seix Barral, 2001.
3. Himno de Los de Abajo (con música del «Venceremos»), Página Abierta, 2 de febrero de 1992.

lunes, julio 24, 2006

Los ojos achinados de la ternura mongólica

Delicadamente, a Karin

Al parecer, estas sociedades automatizadas en su cuadratura dominante privilegian únicamente el aparato de la razón que pueda mantener en orden los sistemas de control. Así, se establecen categorías de «lo sano y lo enfermo», a partir de un patrón generalizado por leyes de conducta. La psiquiatría, la psicología y otros boliches de la mente simulan aceptar las variables del género humano con cierta compasión, con algo de superioridad lumínica que comprende y trata de reparar con terapias, electroshock, lobotomías y psicoanálisis los desvíos delirantes de las mentes con problemas. Pero hay casos que escapan a todo tratamiento, mundos paralelos que vienen liberados de la lógica pensante, universos autónomos que intentan compartir la ternura irracional de su mongólica mirada, sin tratar de adaptarse. Más bien, subrayando con sus ojillos achinados el desastre banal de la actual lucidez.

En este sentido, el llamado síndrome de Dawn agrupa, excluyendo, a una parte de los ciudadanos que viven esta característica. Les pone etiqueta de tontos sin retorno, suavizando la agresividad de la palabra mongólico con la ficha clínica de «síndrome de Dawn», como si se bautizara a la comunidad entera con el apellido del científico que aisló y catalogó la enfermedad en el extremo intratable de la locura.

Recuerdo, hace un tiempo, en la presentación de mi libro Loco afán, se me acercó una señora con su hija de alrededor de 12 años, y le decía a la niña: «Mira, él es la persona que habla por la radio. Él es Pedro Lemebel, salúdalo.» La niña me deslizó su visión chinesca sin verme, o viéndome con la misma indiferencia que miraba al público de la sala. «Ella lo escucha todos los días, don Pedro», me comentó la mujer, «y me obliga a prender la radio a la hora de su programa. Por eso la traje para que lo conozca.» Pero la niña estaba más entretenida mirando cómo el humo de los cigarros temblaba, subía y tomaba formas con el reflejo de la luz. «Salúdalo, dale la mano», la tironeó suavemente la madre. «No se preocupe, déjela, si ella quiere me saluda», le contesté. Entonces, al escucharme hablar, su mirada divagante me sintonizó en un punto de su infantil atención. Me sentí invadido por la presencia de la niña, que transformó todas las líneas horizontales de su cara en una emotiva sonrisa. Y me abrazó bruscamente, estrujándome con la tensión de una fuerza impensable para sus cortos años. «Ellos son así», me comentó la señora como disculpándose, al tiempo que se retiraba y desde lejos la pequeña me miró por última vez, proyectando su dulce diferencia entre la multitud ansiosa que llenaba el lugar.

Allí, esa niña me enseñó una lección o reafirmó ciertos discursos que yo había leído sobre lo minoritario. Ella era la minoría entre todos mis lectores homosexuales, mujeres, proletarios con rasgos indígenas y militantes de izquierda que me estiraban el libro para autografiarlo. Ella, allí, era un desvío de la emoción, proponiendo otras formas quizás más oblicuas de comunicarse. Tal vez proposiciones más primitivas, más directas y también más descalificadas por los cerebros elocuentes que superaron la niñez y hoy como corruptos adultos, solamente se saludan con un sudor de manos.

En la actualidad, la inteligencia formal y exacta desprecia otras formas de coexistencia. Pero cree reparar esta segregación sometiendo a estos niños a la utilidad práctica de su enfermedad. Los contrata de mozos para atender cócteles, usando su descolocamiento social para situarlos en el lugar domesticado de la servidumbre. Por cierto, al parecer ésta sería la solución más lógica y mercantil para integrar con piedad al mongolismo a una civilidad que no lo soporta. Pero allí, en el salón del cóctel, ridiculamente disfrazados de mozos, llevando bandejas y copas, parecen ser más atractivos o exóticos para la burguesía que continuamente reemplaza a su servidumbre. Lo mismo que en una teleserie de Televisión Nacional, donde pusieron a un chico Dawn para que se represente a sí mismo, reiterando la crueldad de ponerlo frente a su propio espejo.

Es fácil encontrar a estos chicos y verlos habitar la ciudad casi siempre de la mano de un familiar a quien ellos colman de besos, sin ningún pudor, sin ninguna vergüenza. Como si en esta fiesta de caricias, develaran el cortinaje de cinismo que educa nuestros afectos. Ellos son así de libres, y van esparciendo su zigzagueante mirar por los viaductos de la urbe controlada, quizás proponiendo un paréntesis o una ruptura a la lógica civilizada de nuestro tedioso pasar.

viernes, julio 21, 2006

Pin-Pón (o la luna trizada del nunca despertar)

Tal vez la televisión para los niños ha reemplazado al libro de cuentos, las hadas, las princesas y todo ese universo etéreo protegiendo a los peques de las maldades del mundo, esa cápsula que los aislaba de la dura realidad con su arqueológica miel de fantasía. Así, la caja luminosa ha impuesto tíos, madrinas y parvularias que creen entretener con su cantito bobo a los pendejos drogados hoy por los monos japoneses. Pero hace varias décadas, la memoria de una pasada niñez archivó una serie de programas a la hora de once para nuestra ingenua vida de enanos pegados a la tevé. Por entonces, en la Unidad Popular, estaban los mimos de Noisvander animando la matiné izquierdista en ese clima alterado por el cambio social. También Pin-Pón, el muñeco saltarín que se empequeñecía sobre el piano de Valentín Trujillo, entonando su pegajoso canto. Pero Pin-Pón era un símil de Pinocho, una marioneta viva que enseñaba a jugar pintando, a jugar haciendo la cama, a jugar tomándose la sopa, a jugar haciendo las tareas, quizás como una disfrazada forma de hacer productivo el ocio infantil. Y entonces, uno se la creía, y «cuando las estrellitas comenzaban a salir», nos íbamos a la cama sin reclamar, arrullados por la balada hipnótica de Pin-Pón. Tierna infancia, dulces sueños de aventurarnos en un jardín como una selva gigante de la mano del muñeco, estremecidos por el zumbido de un helicóptero que resultaba ser un moscardón. Lejana ingenuidad de mirar el mundo desde abajo, conmovidos por el globo plateado de la luna en nuestro cielo verdejo, donde unos astronautas habían llegado sin toparse con los marcianos. Más bien, los marcianos eran otros niños pequeños que soñaban con nosotros, terrícolas en su pesadilla espacial. Y algún día, cerca del 2000, podríamos conocerlos. Qué lejano e inalcanzable estaba el 2000, la esperada Odisea del espacio.

Por allá, a comienzos de los setenta, el conocido Marcelo, de Cachureos, era un cantante del montón que aparecía en los actos de izquierda apoyando a la Unidad Popular, pero después, con la violenta llegada de los bototos, se acomodó al nuevo régimen, inventándole a la niñez de la dictadura el mofletudo Tío Marcelo y la tropa de personajes de Cachureos. Y en realidad, lo mejor de este programa es el nombre, que identifica la basura angelical que reparte el guatón en su show de monstruos buenos y chistes torpes. No se sabe si a los niños les gusta tanto, o simplemente se acostumbraron al griterío simplón del «corre que te pillo». Casi en la misma época, un set de parvularias cuicas crearon el grupo Mazapán, insertando en la televisión la didáctica del kindergarten para alegrar a los pitufos. Eran cinco o seis tías rubias que conquistaron la teleaudiencia pendeja con su guitarreo pirulín. En ese edén de cabros buenos y niñitas rosadas, no cabían las brujas indias, ni las princesas chulas y feas. Todo era de dulce mazapán, que es un tipo de golosinas consumidas en el barrio alto, donde estas hadas regias y flacuchentas repartían encanto y fantasía para la ricachona niñez. Demasiada bondad de reinas sin drama tenían estas niñas universitarias de tierno mirar. El complejo espacio de la niñez aparecía reducido nada más que a un cielo de merengue, donde las tías Mazapán trinaban su catecismo de pequeña moral para los niños atontados de tanto tirulí y cuchuchú. Ya casi a mediados de los ochenta, la pareja del Tío Memo y la Tía Pucherito pegaron fuerte en el corazón pichintún con su «Vamos de paseo en un auto feo, pero no me importa porque como torta». Era un show similar a los anteriores con la misma musiquita reduccionista del Colorín Colorado, con las mismas caras pintadas de payasos festivos que hacían bailar estadios llenos. Pero esto duró hasta la separación de la pareja, y después el oscuro incidente donde se vio implicada la amorosa Tía Pucherito. Pero en fin, estas hadas y tías madrinas de la tele también son de carne y hueso, también viven divorcios, abortos, prontuarios penales y exilios políticos, como el querido Jorge Guerra, el recordado Pin-Pón, que al regresar al país, quiso reponer su personaje sin ningún éxito, sin lograr conmover el alma indiferente de la niñez tecno en los noventa. Y quizás, el arrugado «muñeco con cuerpo de aserrín» actualmente sólo pueda afectar a los niños cuarentones de esa generación maltratada por la dictadura, que hoy antes de dormir, evocan en esta nostálgica marioneta humana la luna trizada de un lejano despertar.

martes, julio 18, 2006

Los duendes de la noche

Y no hay que abrir demasiado los ojos para verlos, para descubrirlos en la telaraña metálica y deshumanizada de la urbe, ni siquiera hay que dejarse llevar por el espíritu caritativo del padre Hurtado, que dedicó su vida a educarlos y entregarles una formación católica que los arrancara del pecado y la noche. Tampoco son ángeles, más bien duendes proscritos, niños y niñas de 5 a 14 años que escapan de sus casas, huyendo de un padre borracho, prófugos de hogares para pelusas guachos, como la extinta Ciudad del Niño en el paradero 18 de la Gran Avenida donde ahora construyeron un gran mall, o el Hogar de Carabineros Niño y Patria, allí donde el violador fue el padrino, el carcelero, el maestro, el cuidador o el compañero de camarote, que al cumplir 14 años, desató su sexualidad reprimida amordazando al pequeño, y lo penetró en la indefensa noche de su atorrante infancia.

El resto ya es pan comido, masticado duramente en las veredas cochinas donde se reúnen al calor de un cigarro. Preferentemente son los paraderos de micros, la bajada y subida de pasajeros a quienes se les implora una moneda con azulada inocencia, o también si van desprevenidos, les arrebatan la cartera y desaparecen tragados por la sombra cómplice de la ciudad. Luego, después de botar los documentos y deshacerse de la cartera, con el dinero sustraído compran cajas de chicles, chocolates, gomitas de eucaliptos o calugones Pelayo, y se suben a la misma micro ofreciendo este azucarado comercio. Y en el continuo sube y baja de la pisadera, se escuchan sus voces roncas de tabaco y frío sonámbulo de invierno madrugador. Se oyen sus risas de enanos viejos, acostumbrados al humor obsceno de la calle, al sexo lunfardo de las cunetas, y con sólo 12 años, prostituyen su cuerpo lampiño en las rotondas, tiernamente lujuriosos, ofreciendo a los oficinistas de paso una rosa en flor.

No son ángeles, tampoco inocentes criaturas que adoptan la ciudad como una prolongación de su itinerario torreja. La vida los creció ásperamente desde la pobla, el orfanato o la cárcel juvenil, donde la miseria económica ensució sus cortos años. Adictos a todos los vicios, inflan la bolsa de neoprén con sus ñatas pegajosas y asfixiadas por el exilio y el hambre. No son ángeles urbanos, tampoco responden a la imagen de la tele, donde el niño vagabundo y rehabilitado suplica ayuda para alguna fundación de beneficencia. La ciudad pervirtió la dulzura que la niñez lleva en el mirar, y les puso esa sombra malévola que baila en sus ojillos cuando una cadena de oro se balancea al alcance de la mano. La ciudad los hizo esclavos de su prostíbula pobreza y explota su infancia desnutrida ofreciéndola a los automovilistas, que detienen el vehículo para echarlos arriba seducidos por la ganga de un infantil chupar. Luego vendrá la calle nuevamente y el eterno deambular por el Santiago anochecido que aventura el pirateo de su coja existencia.

Ya no son ángeles, con esa biografía pata mala que avinagró su cachorro corazón. Ya no se podrían confundir con querubines, con esas manos tiznadas por el humo de la pasta base y las costras del robo a chorro que arrebata una billetera. Pero aun así, a pesar de la ciénaga que los escupió al mundo, todavía una luciérnaga infante revolotea en sus gestos. Tal vez una chispa juguetona que brilla en sus pupilas cuando trepan a una micro y la noche pelleja los consume en su negro crepitar.

lunes, julio 17, 2006

El primer día de clases («Uf, lunes otra vez»)

Y pareciera que todos andamos esperando la primera lluvia para relajarnos, para decirle adiós al eterno verano y por fin asumir el año que recién comienza en marzo, cuando el país retoma su agenda de burócrata planificado, cuando de un dos por tres se pasa del febrero ocioso a las carreras por las tiendas buscando el uniforme escolar, porque los niños ahora crecen de pronto. Uno no se da ni cuenta y los pitufos te miran desde arriba, alegando por la ingeniosa ley que acorta las vacaciones y los mete de sopetón en el odiado primer día de clases. Ese latero reencuentro con la institución educadora, con esos profesores almidonados que les dan la bienvenida con sonrisa chueca. Los profes que ahora son jóvenes, recién egresados de las universidades, que fuman pitos e igual odian dejar el carrete, los jeans y las zapatillas para entrar en su doble vida de impecables reformadores. Y quizás, ése es el único punto en que alumnos y profesores se encuentran realmente, planchando la ropa, ordenando papeles y cuadernos para comparecer en el bostezo ritual de la primera mañana escolar.

Allí, alineados en el patio, separados por curso y género (porque juntos se fomenta la fornicación adolescente, dicen los educadores). A esa hora de la mañana, tener que escuchar los interminables discursos de la directora, que con los ojos blancos, cacarea su oración por la santa patria, por el puro Chile que te educa para ser chileno (qué novedad), por las buenas costumbres, que por lo general son para los estudiantes chupamedias, que escuchan en primera fila con cara de santurrones el discurso de la señora. Mientras atrás, a puro pellizcón, los inspectores mantienen a raya a los desordenados, a los pailones de la última fila, los que no se cansan de joder con sus bromas y chistes picantes. Los que se tiran peos e inundan el ordenado aire de la mañana escolar con ese olor rebelde. Tal vez son los únicos que escuchan el discurso de la directora, los únicos que le ponen atención para imitarla, para remedarle su cursi y mentirosa acogida. Y la escuchan porque la odian, porque saben que ella no los pasa, detesta su música, su ropa y sus peinados y su desfachatez de pararse en el mundo así. Y llega cada año con nuevos reglamentos y castigos e ideas y talleres lateros para que sus niños ocupen mejor el tiempo.

Los estudiantes de la última fila saben que la directora nunca los pierde de vista. Y por cualquiera anotación pasarán por su oficina cabizbajos, escuchando el mismo sermoneo, la misma citación de apoderados, el mismo: «Hasta cuándo, González. Hasta cuándo, Loyola. Hasta cuándo, Santibáñez. ¿Nunca se va a aburrir de hacer tanto desorden?» Y la verdad, los alumnos de la última fila seguirán con sus manotazos y pifias mientras la sagrada educación nacional no los represente. Mientras les alarguen la tortura de las clases hasta las cuatro de la tarde, ellos seguirán riéndose del tiempo extra que gasta el Estado para domarlos. Si nadie les preguntó, si nadie les dijo a ellos, que son los únicos afectados. Y por eso los chicos andan a patadas con los bancos, escupiendo con rabia a espaldas del inspector que los manda a cortarse el pelo. Ese largo pelo que durante las vacaciones se lo lavaron y cuidaron como seda. Esa hermosa cascada de cabello que los péndex se sueltan femeninos cuando van a la disco. Tal vez lo único ganado de todas las revoluciones y luchas juveniles. Esa larga bandera de pelo que los chicos se desatan clandestinos y la educación se las arrebata de un zarpazo. ¿Entonces cómo esperan que ellos tengan otra actitud frente a esta agresión oficial que les quita lo que más quieren? Cómo pretender que en la última fila no vuele una mosca, si todos los ojos del primer día de clases están puestos en ellos, entretenidos en reírse de las amorosas palabras de la directora, tirándose flatos cuando ella presenta al alcalde. El gordiflón que impuso el pelo corto, que se hace el buena onda recordando sus lejanos días escolares. Eso fue en Jurasic Park, se escucha atrás para callado, y todos los cabros se ríen aplaudiendo el chiste. Y el alcalde confundido, da las gracias pensando que sus palabras han tocado el corazón de los muchachos. El despeinado corazón de la barra joven, que regresa a su prisión pelados como milicos, con una mueca de asco en la boca cuando contestan con rabia: «Presente, señor», obligadamente presente.

jueves, julio 13, 2006

La primera comunión (o las blancas azucenas de la culpa)

Y entre cintitas, santitos y embelecos sagrados, el rito de la primera comunión marcó profundamente la niñez de varias generaciones de católicos que recibieron este sacramento recién cumplidos los seis o siete años, apenas querubines de inocente mirar, forzados a seguir las reglas de esta angélica iniciación. Era preferible que fueran niñas y niños puros, almas sin mácula sometidas a una tortuosa preparación para recibir el cuerpo de Cristo. Y eran eternos meses de catecismo y oraciones y memorizar himnos en latín y asistir a misas de matiné, vermut y noche, entonando el «Alabado-sea-el-augusto-sacramento-del-altar». Eran pitufos obligados a permanecer tiesos, con la mente en blanco y el corazón en reposo, domesticados por la disciplina de la religión.

Pero antes de recibir la primera eucaristía, los niños debían pasar por el sacramento de la Confirmación. Una especie de juramento vitalicio con el catolicismo, dirigido por la presencia autoritaria del cura que, sin ninguna explicación, repartía charchazos en las caritas de los chicos, que se retiraban del altar con la mejilla ardiendo, traumatizados por la bofetada de Dios. Tal vez la mayor prueba de sometimiento a lo divino era la confesión, una rígida entrevista con el sacerdote, sentado en una casucha que parecía water de vaticano, y al hincarse uno frente a la ventanilla, una voz retumbante preguntaba: «¿Qué pecados tienes que confesar hijo?» Y a esa edad, cuando el mundo era una alba pregunta que se balanceaba entre el deseo y el castigo, con ese puñado de años entre las manitas juntas frente a la eternidad, ¿qué podía contestar uno? Con apenas seis años. ¿Qué sabía yo lo que era pecado? Esa palabra terrible, agigantada en láminas de catecismo, en que Adán y Eva, piluchos y entumidos, eran expulsados del paraíso. El pecado, ese monstruo de palabra, asustándonos desde los dibujos donde se quemaban vivos los herejes de Sodoma y Gomorra. El pecado, «ese negro demonio que todos llevamos dentro», insistía el cura desde la oscuridad de la caseta. «Revisa tus pensamientos, busca en tus acciones de palabra, obra y deseos impuros, algo debe haber de malo que contar.»

Y ante esa extorsión, los niños asumían la lepra de la culpa, arrepintiéndose de comer azúcar escondidos de la mamá, culpables de decir chucha, culiao o güevón al compañero de kínder que les sacaba la lengua. Culpables de tirar piedras, quebrar un vidrio o golpear la puerta de la vecina y salir arrancando. «Pero ésos son pecados simples, ¿no tienes algunos más sucios, más terribles?», babeaba el cura su morbosa expiación. Y allí, la culpa se engendraba con más fuerza en el silencio de lo negado. ¿Cómo uno le iba a contar al cura, que sentía gustito cuando el cabro de atrás en la fila del curso me punteaba con su tulita caliente mi potito coliflor? Ese gusto era tan turbio que no tenía perdón. ¿Cómo le iba a narrar al representante de Dios mi lujuria infantil revolcada con los chiquillos de la cuadra? Ésos eran pecados que ya tan chico habían manchado mi carne infantil. Eran incontables, pasaje sólo de ida al infierno, pensaba yo, guardándome muy adentro esa vergüenza carnal. Y con esa tremenda culpa, uno seguía la procesión del sacramento. «¿Algún otro pecado, hijo?», preguntaba el sacerdote con una ronquera de sospecha. Nada más decía yo, aceptando la cuota de padres nuestros y ave marías que debía rezar para ser exculpado.

Así, con esa bendición de la mano huesuda, el cabrerío ya estaba listo para recibir por primera vez la Santa Comunión. Y esa mañana del 8 de diciembre, el revoltijo de mamás amononando los almidones de las niñitas, todas como novias de inmaculado blanco. Y los niñitos, disfrazados de viejos chicos con su terno y la cinta con un cáliz dorado apretándoles el brazo. Una larga hilera de enanos endomingados subíamos al altar con las tripas gruñéndonos de hambre por el ayuno, y la mirada limpia para recibir a Dios.

Y era raro pensar que Dios, tan inmenso, cabía en esa oblea transparente de la ostia. Y fue incómodo recibir esa hoja de masa que no se podía mascar, que con la saliva se pegó en mi paladar, y no podía despegarla sin saber qué parte de Dios estaba tocando con la lengua.

A mi lado, todos los querubines parecían levitar en la nube del «Santo-Santo-cantaba-María. Quién-más-pura-que-tú-sólo-Dios. Y-en-el-cielo-una-voz-repetía: Sólo-tú-sólo-Dios-sólo-Dios».

Algo de este canto me sigue sonando hoy, tal vez en el recuerdo goloso del chocolate que nos esperaba después de la misa. Quizás en los distintos trajes de primera comunión que mostraban las diferencias sociales. Aunque algunos colegios paltones en la época de la Unidad Popular obligaron a sus alumnos a usar solamente el uniforme escolar, para quitarle pompa a este rito y emparejar, aunque sea visualmente para la mirada del Señor, la facha sencilla de los pendejos.

Es posible que la primera comunión, a pesar de haber sido el inicio de la culpa en muchas mentes infantiles, a pesar de engendrar en la cabeza de las niñitas un destino de sometimiento representado por el vestido de novia, a pesar de todo esto, la foto de mi primera comunión me sigue mirando desde el retrato infantil, con esa melancólica inocencia que luego la vida arrancó de cuajo en la dura lucha del creer sin creer y del amar sin amor.

lunes, julio 10, 2006

Zanjón de la Aguada (Crónica en tres actos)

Dedicado a Olga Marín, con mi cariñoso agradecimiento

Primer acto:
LA ARQUEOLOGÍA DE LA POBREZA

Y si uno cuenta que vio la primera luz del mundo en el Zanjón de la Aguada, ¿a quién le interesa? ¿A quién le importa? Menos a los que confunden ese nombre con el de una novela costumbrista. Más aún a los que no saben, ni sabrán nunca, qué fue ese piojal de la pobreza chilena. Seguramente incomparable con cualquier toma de terrenos, campamento o población picante de los alrededores del actual Gran Santiago. Pero el Zanjón, más que ser un mito de la sociología poblacional, fue un callejón aledaño al fatídico canal que lleva el mismo nombre. Una ribera de ciénaga donde a fines de los años cuarenta se fueron instalando unas tablas, unas fonolas, unos cartones, y de un día para otro las viviendas estaban listas. Como por arte de magia aparecía un ranchal en cualquier parte, como si fueran hongos que por milagro brotan después de la lluvia, florecían entre las basuras las precarias casuchas que recibieron el nombre de callampas por la instantánea forma de tomarse un sitio clandestino en el opaco lodazal de la patria.

Y como siempre el asunto de la vivienda ha sido una excursión aventurera para los desposeídos, aun más en ese tiempo, cuando emigraban familias enteras desde el norte y sur del país hasta la capital en busca de mejores horizontes, tratando de encontrar un pedazo de suelo donde plantar sus banderas de allegados. Pero ese no fue el caso de mi familia, que desde siempre habitó en Santiago, traficando su pellejo pasar en piezas de conventillo y barrios grises que rondan al antiguo centro. Pero un día cualquiera llegaba el desalojo; los pacos tiraban a la calle las cuatro mugres, el somier con patas, la mesa coja, la cocina a parafina y unas cuantas cajas que contenían mi herencia familiar. Y tal vez alguien nos dijo que existía el Zanjón y para no quedarnos a la intemperie, llegamos a esas playas inmundas donde los niños corrían junto a los perros persiguiendo guarenes. Y la cosa fue tan simple, tan rápida, que por unos pesos nos vendieron una muralla, ni siquiera un metro de terreno, solo era un muro de adobes que mi abuela compró en ese lugar. Y a partir de ese sólido barro, fue armando el nido garufa que en pleno invierno cobijó mi niñez y le dio alero a mi núcleo parental. A partir de esa muralla que como una bambalina cinematográfica se convirtió en el frontis de mi primer domicilio, mi abuela le puso un techo de fonolas y un encatrado de palos que confeccionaron la arquitectura piñufla de mi palacio infantil. Pero a diferencia de mis vecinos, la fachada entumida de mi casa tenía cara de casa, por lo menos desde el callejón parecía casa, con su ventana y su puerta, que al abrirla, mostraba un escampado, no tenía piezas, solamente el fondo abierto del eriazo donde el viento frío del amanecer entraba y salía como Pedro por su casa.

Pareciera que en la evocación de aquel ayer, la tiritona mañana infantil hubiera tatuado con hielo seco la piel de mis recuerdos. Aun así, bajo ese paraguas del alma proleta, me envolvió el arrullo tibio de la templanza materna. En ese revoltijo de olores podridos y humos de aserrín, «aprendí todo lo bueno y supe de todo lo malo», conocí la nobleza de la mano humilde y pinté mi Primera crónica con los colores del barro que arremolinaba la leche turbia de aquel Zanjón.

Segundo acto:
MI PRIMER EMBARAZO TUBARIO

Existe un eslogan que dice: «Pobre, pero limpio», y es verdad, en algunos casos donde existen los materiales básicos de la higiene. Pero en el Zanjón, el agua para beber, cocinar o lavarse había que traerla de lejos, donde un pilón siempre abierto abastecía el consumo de la población callampa. Así también la evacuación de las aguas servidas y el alcantarillado se resumían en una acequia hedionda que corría paralela al rancherío, donde las mujeres tiraban los caldos fétidos del mojoneo. En contraste a este sórdido barrial, el albo flamear de las sábanas y pañales, deslumbrantemente blancos a puro hervido de cloro, confirmaba el refregado pasional de las manos maternas, siempre pálidas, azulosas, sumergidas en lavaza espumante de remojo. Y quizás esa utopía blanqueadora era la única forma como las madres del Zanjón podían simbólicamente despegarse del lodo, y con racimos de chiquillos a cuestas, se encumbraban a las nubes agarradas del fulgor níveo de sus trapos, vaporosamente deshilachados, como banderas de tregua en esa guerra entintada por la supervivencia.

Mi niñez del Zanjón mariposeaba al mosquerío del sol que mi madre espantaba cuidadosa, pero al primer descuido, cuando ella atareada, en un minuto me perdía de vista, la aventura del gatear fuera de la callampa me conducía al borde de aquella acequia, donde metía mis pequeñas manos, donde mojaba mi cara y sorbía el lodo en la curiosidad infante de conocer mi medio a través del sabor. Y así fue como un día mi barriga se fue hinchando como si me hubiera embarazado un príncipe moscardón. Al correr los días, el tamboreo de la colitis permanente y el dolor abdominal eran un llanto sin tregua. Mi madre no sabía qué hacer, sobándome la guatita inflamada como un globo y dándome aguas de hierbas, azúcar quemada y cocciones de canela. Y allí entonces, no era tan simple como tomar el teléfono y llamar al médico de la familia. Sobre todo si había que levantarse a las cinco de la mañana y salir con la guagua colgando para alcanzar un número en el policlínico repleto. Así no más llegué a las manos de una doctora con lentes de acuario, quien me vio la panza pobre, pensando en la very tipical desnutrición de los niños africanos. Pero al tantear esa piel tensa de timbal y apoyar en ella su frío estetoscopio, un apagado latido la sobresaltó, retirándose espantada. «No es posible», dijo, mirando a mi madre y escribió nerviosa la receta de un purgante virulento. Esa misma noche se produjo el alumbramiento, después de tomar esa abortiva medicina, me desrajé en los calambres de una florida diarrea como agua de pantano. Y allí, en el negro espejo de la bacinica rebalsante, flotaba el minúsculo cuerpo de un pirigüín detenido en su metamorfosis. Era apenas una cabeza y una colita, pero sobresalían dos patitas verdes que el niño renacuajo había logrado formar en mi vientre desde que me tragué su larva en el micromundo de la vida que, a pesar de todo, se peleaba a codazos el breve espacio de su gestación.

Tercer acto:
LAS MEMORIAS DEL CARNE AMARGA

El Zanjón de la Aguada no sólo fue conocido por su extrema pobreza, donde se enjugaba sudor de pueblo y retraso social. También en los años cincuenta, ese pulguerío entintaba los diarios por las noticias delictuales y la conjunción de patos malos que se guarecían bajo sus latas. Por entonces, esa mafia punga recibía el apodo de «pelados», de seguro por el rapado de cabeza hecho a tijeretazos en Investigaciones, tal vez para hacerlos visibles ante la buena sociedad y que este look produjera rechazo de escarmiento. Pero esa estética de cabeza afeitada, en el Zanjón no provocaba discriminación: era costumbre ver a cabros piojentos rapados al cero para matar la plaga de bichos. Igual, en el caso de los «pelados», era natural verlos salir de la cana con esa apariencia de judíos flacuchentos, barbones y calvos, liberados del exterminio. Cierta familiaridad con el delito, producía esta sana convivencia. Porque como en toda microsociedad, por punga que sea, existen sus leyes de hermanaje y los «pelados» las tenían. Era una especie de catecismo moral no cogotear jamás a un vecino del sector. Y es más, era una obligación para ellos colaborar solidariamente en los desastres naturales que volaban las fonolas en las noches de ventolera. Así como sacar el agua negra que anegaba las casuchas en las inundaciones. O apagar ese gran incendio que consumió medio Zanjón de la Aguada, y allí los «pelados», a falta de bomberos, eran los ángeles salvadores, acarreando baldes con agua del grifo lejano, o rescatando guaguas chamuscadas por el fuego.

En este reducto social, donde las rucas encrespaban el cerco mísero de Santiago, confluía un zoológico delictivo que se nombraba según la especialidad del robo. Estaban los carteristas a chorro que despabilaban una billetera con dedos de terciopelo y rajaban como cohetes. También, las mujeres tenderas del centro, como la Ñata María, una vampiresa ratera que se vestía de gran dama y arrasaba las tiendas de lujo con su cartera de doble fondo. También el clan de los monreros, especialistas en desvalijar casas en el barrio alto. Y a veces llegaban de visita unos guantes internacionales que volvían de Europa donde exportaban el arte chileno del choreo con estilo. Como el Chute Mojón, por ejemplo, un esbelto dandy que regresaba a la vecindad fumando habanos, vistiendo terno blanco y sombrero al tono. Allí todo el Zanjón lo recibía con gran fiesta y zandunga mafiosa que duraba tres días. Los más felices eran los cabros chicos, agarrando los puñados de monedas que el Chute Mojón les tiraba como padrino cacho. Pero también había algunos más siniestros, como el Carne Amarga, oscuro y perverso como pupila de chacal. Era un mago para saquear los camiones que pasaban por Santa Rosa. El Carne Amarga era padre soltero, tipo Kramer versus Kramer, y había ideado un truco para detener los camiones, que conociendo los peligros del lugar, pasaban rajados por la calle. Entonces, cuando se divisaba un vehículo cargado con mercaderías, el Carne Amarga tiraba a su hijo de siete años al medio de Santa Rosa y el camión se detenía con un chirrido de frenos, ocasión que aprovechaba el delincuente para treparse por atrás y desvalijarlo.

Y pudo ser que en alguna oportunidad el vehículo no alcanzó a frenar y las ruedas reventaron al mocoso. Pero esto era pan de cada día en el Zanjón de la Aguada, morían tantos niños como perros vagos atropellados en el sector. Como también en los allanamientos, en mitad de la noche, en la madrugada, por las balas zumbantes que atravesaban limpiamente las mediaguas. Y al otro día, todos los vecinos comentaban el resultado del arreo hecho por la Brigada de Homicidios. Que anoche cayó el Chiflín, que le dieron al Caca Negra, que por un pelo se escapó la Ñata María, que al Tirifa, al Chicoco y al Cara de Luto se los llevaron esposados, que al Fonola le pegaron un tunazo en la pata, pero igual arrancó por los techos, que los ratis ladrones se llevaron un montón de cosas y las achacaron como recuperación de especies. Y después de estas redadas, venían semanas de vigilancia en que el Zanjón entero dormía a sobresaltos por el temor de que volvieran los tiras con su prepotente balacera. Los «pelados» se hacían humo por un tiempo y algunos emigraban a La Legua o a La Victoria, donde seguían perfeccionando delicadamente las artes malandras de su oficio.

Epílogo:
LA NOSTALGIA DE UNA DIGNIDAD TERRITORIAL

Actualmente, cuando los alcaldes hacen alarde en sus campañas con nuevos métodos policiales para prevenir asaltos y choreos. En estos tiempos donde la delincuencia perdió su aventura romántica de quitarle al rico para darle al más pobre, al estilo Robin Hood o Jesse James, quizás porque los protagonistas del robo social son apenas unos mocosos que les arrancan la jubilación a los abuelos cuando salen del banco. Más bien parecen lauchas ladronas, quitándoles bicicletas a los cabros chicos y mochilas a los escolares, ni parecidos a los chicos malos de antaño, los choros rapiña del Zanjón, que novelaban su vida transgrediendo la brutal desigualdad económica que retrataba sin color la radiografía humana de aquel desnutrido paisaje.

Ahora, cuando la pobreza disfrazada por la ropa americana ya no quiere llamarse pueblo y prefiere ocultarse bajo la globalidad del término «gente», más plural, más despolitizada en las encuestas que suman electrodomésticos para evaluar la repartija del gasto social en las capas de menos ingresos. Y todo es así, para un mejor vivir están las líneas de crédito que permiten soñar en colores, mirando el catálogo endeudado de un bienestar a plazo. Para mejor pasar estos tiempos, mejor rematar neuronas como espectador de la pantalla donde el jet-set piojo se abanica con remuneraciones millonarias, pasándolo regio, mascando una aceituna en el desfile de modas con su ocio fashion, sacándole la lengua a la teleaudiencia sonámbula y roticuaja que pone una olla sobre el aparato de tevé para recibir la gotera que cae del techo roto, que suena como monedas, que en su tintineo reiterado se confunde con el campanilleo de las alhajas que los personajes top hacen sonar en la pantalla. Pero al apagar el aparato, la gotera de la pobreza sigue sonando como gotera en el eco de la cacerola vacía. Para mejor vivir la escarcha indiferente de estos tiempos, vale dormirse soñando que el Tercer Mundo pasó por un zapatito roto, que naufragó en la corriente del Zanjón de la Aguada, donde un niño guarisapo nunca llegó a ser princesa narrando la crónica de su interrumpido croar.

Dedicatoria de Zanjón de la Aguada (Santiago de Chile, Seix Barral, 2003)

Para tí, mamá, estos tardíos pétalos

martes, julio 04, 2006

Bésame otra vez, forastero

Publicado en Muñoz Valenzuela, Diego y Díaz Eterovic, Ramón (1992): Andar Con Cuentos: Nueva Narrativa Chilena, Santiago de Chile, Mosquito Editores.

Ahí está garabateada en el muro de su noche, con sombrero de punto, tacos y cartera roja; sola y hambrienta teje su telaraña azul lado a lado de esta calle de notarías y oficinas, a cinco cuadras de mi barrio. Oscura y delicada saca un cigarrillo; la vieja no fuma, por eso no lo prende, espera la figura del joven, que desde el fondo de la calle avanza al ritmo elástico de las zapatillas, lo piensa mientras se acerca, olfatea el aire roído de la noche buscando ese olor fresco, con los ojos semicerrados por el deleite y el alquitrán de sus pestañas, se pasa la lengua por el descolorido bigote y sueña y pasa borrosa por su entelado cerebro la historia imprecisa de sus quince años. Es la vieja, la madonna con enaguas de franela esperando a los corceles que vengan a comer de su mano; guachito venga les susurra, ya pues mijito les grita, oye cabro cómo tenís el pajarito. Así vocifera la nonagenaria, bien sujeta en las piernas enclenques; venga un ratito mijo, está muy vieja señora, aquí detrasito escóndase conmigo, está muy oscuro señora, siéntese aquí mijo lindo a verse la suerte con esta pobre vieja, aquí en esta escalera helada y sáquese la pichulita, no le tenga miedo a esta anciana leprosa, a este ángel azul, la dulce compañía de los liceanos vírgenes, que llegan solitarios a ofrecerme la fina piel de su sexo; aquí está la abuela milagrosa, que acaricia con su garra de seda el pálpito de la sangre en los prepucios, la vieja de guardia, niñera impúdica lamiendo los penes infantiles, la gallina que empolla quinceañeros, que los arrastra a su cueva de sábanas con mentholatum, hasta la fauce de su útero desdentado; bésame repite acezando, bésame por favor, mi muchacho, mi niño hermoso, que veo alejarse por las membranas rotas de mis cuencas, de mis ojos que te persiguen mientras cruzas la calle, que se rebalsan de agua ligosa y la enorme lágrima la despierta y por un momento mueve la boca sin sonido, baja el escalón, guachito no se vaya, mijito venga, taconea unos acrobáticos pasos y lo pierde en la carrera alérgica del muchacho al doblar la esquina. Entonces vuelve cansada a su peldaño y mira con ojos de agua turbia, tratando de buscar el sol en su tremenda noche. Es la misma señora que riega cardenales en el piso de enfrente, sólo diez metros de aire separan mi ventana de la suya. Durante el día, enmarcada en el alfeizar, teje y espera paciente que el sol se ponga de luto, va hilando los últimos destellos que enreda en su cabeza blanca para verse más hermosa. Escucho oculto en la sombra el "Para Elisa" de su caja de música, me llega distorsionado por los años el timbre de su voz lunática, puedo ver, con los ojos cerrados, el espejo y su cara blanca en la luna dorada de azogue; canta y ríe, se mancha la boca de crayón, se da vueltas lentamente, entonces tengo miedo, miedo de abrir los ojos, miedo de asomarme a la ventana, miedo que me mire, miedo que sus ojos de gallina enferma, rodando calle abajo, alcancen al niño que huye en bicicleta, que desaparece en la perspectiva ruinosa del barrio, porque tuvo asco y al mismo tiempo deseos de subir la escalera de enfrente, de ver de cerca el ojo sumergido que le guiñaba la vieja, quiere ir lejos sobre los pedales porque llegó a tocar la manilla de bronce y se introdujo en la pieza fresca de aspidistras y cortinas de hilo, subió hace un rato la escalera, sucumbiendo al deseo del ojo desvelado llamándolo desde el balconcito, ella le mostró la pierna, bajándose la media de lana entre los cardenales, hizo revolotear sus manos incoloras en el aire indicándole que cruzara; y ya es muy tarde para que el jugoso muchacho se arrepienta, porque descubrió en el baño su pelaje genital, entonces el balconcito es un desafío, y el ojo de la vieja, que cuelga en mitad de la noche, lo hace perder la cabeza; y va y viene, entrando y saliendo de la ventana -¿Qué le pasa que no se sienta?- Es la edad del pavo mujer, no te fijas que pegó el estirón de pronto-. Poca más y se nos casa, poco más un poquito más le pide la vieja y él acepta y se baja los pantalones y le dice toma vieja, cómetelo, mámatelo, así sin dientes, boquita de guagua, mamita, sigue no más, vieja de mierda, así suavecito, más rápido, cuidado que viene, viene un río espeso a inundarte la pieza, una corriente de cloro que me baja del cerebro, borrándome la imagen del espejo, donde la vieja ternera hunde su cabeza entre mis piernas y se aprovecha de ese momento para besarme, clava su lengua con rabia en mi boca y en el paladar me deja, por muchos años, el gusto rancio del pasado.

Al paso de los años, se fue juntando el tiempo que dejó la calle desierta; neblinosa, como una película sin argumento, y calendarios gastados por la obsesión del mancebo, el otoño y sus tacos pisando hojas, aguas nubosas y veredas calientes, retumbando en mis oídos su taconeo suelto en el baile de la amanecida. El barrio se hizo viejo y ella observó con sus redomas de suero la sucesión de todas las generaciones; de la abuela muerta al padre anciano, también muerto, al nieto adulto padre de otros niños, también crecidos al ritmo lúgubre de los años, el fatigoso descenso de los ataúdes por las escaleras, tan estrechas, que debían bajar con sogas desde las ventanas, los llantos a medianoche, el gangoso ronquido de los viejos, en fin todos los ocasos fueron presididos desde su ventana; desde aquel tiempo hasta aquí, hablando con temor ahora, porque estoy hablando de mí, rodeado de cruces, en este sillón frente a la ventana, abandonado de todo lo que fui, solamente me da ánimo saber que pronto escucharé su caminar por la calle, porque así regresa todavía; la veo claramente azul rengueando la madrugada, con un resabio a semen en la boca, borrosamente azul cruza el pórtico del edificio y se hunde en el hueco de la escalera, adivino su olor a trapos sucios, la veo abrir cansada la puerta y sentarse en la banqueta tapizada de felpa, la diviso demente meciéndose en la medialuna del espejo, sacándose el sombrero de punto, batiendo el cabello cano y transparente, como una medusa loca, estacionaria en su vicio. Aún ahora, que hace mucho el balcón permanece cerrado, a los geranios lacres se los fue comiendo el polvo, una tarde fue la última vez que se escuchó su taconeo imparejo camino a la esquina, su pollera de herbario se cerró para siempre en un secreto, mucho hace que su sombra de lagarto no se enrosca en el pilar de la esquina; hace mucho del último recuerdo...

Solamente yo tuve conciencia de la resurrección de su cara en mi espejo, el dorado espejo de azogue que rescaté de los despojos cuando la vieja fue sacada sólida y putrefacta, tres meses después de su muerte.

lunes, julio 03, 2006

Las floristas de La Pérgola

Casi por oler el perfume ácido del florerío, sólo por pasar tan seguido por esa esquina de avenida La Paz y Mapocho, donde despliegan su teatro fúnebre las floristas de La Pérgola. Las mujeres que trabajan el jacinto, la rosa y el alhelí, en un murmullo de colores y ramas verdes y pétalos que cubren el piso mojado de los galpones. Los dos antiguos edificios redondos de San Francisco y Santa María, donde ellas hacen circular la pena de los deudos que acuden diariamente por una corona de rosas blancas, por favor, para el angelito que se encumbró al cielo, tan chiquito, en forma de cruz para la abuela que era tan beata, de claveles rojos si el finado es caballero y comunista, o rosados si el dolor es mujer o mariquilla de sida injertado. También las hay de siempre vivas para el cliente amarrete que espera que el adorno dure un año, para todos los gustos, sexos y clases sociales el mercado florero tiene una oferta. Y las señoras doñas de este jardín, van surtiendo la demanda con sus manos ágiles que trenzan, anudan y tejen las ramas de pino. Los armazones de las coronas que después florean y decoran con su estética de último homenaje. Y este oficio de engalanar la muerte como una novia, las reúne por años en el sindicato que armaron para su protección laboral, como una heredad de mujeres que brota desde la abuela, la hija, la nieta y que continúa esta larga tradición de nevar de pétalos los cortejos ilustres.

¿Y a usted quién le va a tirar flores cuando se muera?, le pregunté a doña Adriana Cáceres López, la pergolera más antigua que aún maneja su negocio detrás del mostrador, conectada a un tubo de oxígeno. Mis compañeras pué. Ellas tienen que seguir la tradición que ha hecho famosa a la pérgola, desde los tiempos de Jorge Alessandri, Frei el padre, y Salvador Allende, que se lo llevaron tan rápido, el cortejo pasó tan soplado por Avenida La Paz, que las flores quedaron flotando en el aire, debe haber sido porque había tanta gente, más que otras veces, cuando hemos despedido a tanto Presidente que ha pasado por aquí. ¿Sólo presidentes? No, otros son artistas, o autoridades que el pueblo ha querido y nosotras le hacemos el homenaje. ¿Tienen preferencias? A veces, depende, pero siempre es un personaje recordado por la gente como la Sinforosa de "Hogar Dulce Hogar", o Clotario Blest, o Laurita Rodríguez, del partido Humanista. Pero no somos políticas. Total no cuesta nada juntar pétalos huachos y tirárselos cuando pasa el funeral ¿Y a Pinochet le van a tirar flores? Puede que sí, si nos llaman de la municipalidad no tenemos por qué hacer una excepción con ese caballero, además qué cuesta recoger las flores que sobran y tirárselas a la carroza. ¿Pero se las van a tirar como piedras? (Ella se ríe). ¿Cuál es el funeral más importante para usted? El de mi madre, Zunilda López, ella era querida por todos aquí, fíjese que fue el cortejo más emocionante, le hicimos una alfombra de pétalos blancos y rojos con su nombre. Han pasado tantos años y todavía lloro cuando me acuerdo. Y hasta ahí dejé la entrevista, porque los ojazos de doña Adriana se englobaron en dos lagrimones que rodaron al mar amargo de los rastrojos esparcidos por el suelo. Imaginé que iba a elegir cualquier entierro, registrado en su memoria pergolera que vio cruzar la historia por esa última parada antes del cementerio. Y doña Adriana me descolocó, poniendo a su madre en el altar del consumado recuerdo. Después me quedé un rato viéndola cómo ofrecía las coronas, pero especialmente los canastillos y arreglos florales que se usan más ahora, me dijo, "puros arreglos, puros canastillos, cómo una fiesta, como un cumpleaños o un casamiento. Así me gustaría a mí, repitió, porque las coronas son tan tristes".

Así, la memoria de la urbe hace un paréntesis en esta esquina donde se florea la pena, donde pasan despidiéndose los discursos políticos bajo la lluvia liria de los copos florales, los puñados de pétalos con que ellas rinden tributo al cuerpo yerto de la historia. Por aquí tienen que pasar todos los ilustres mirando al cielo, me dijo doña Adriana, al tiempo que cortaba una rosa y ponía un cassette de boleros. Y la música y los fucsias-anaranjados y azulescos-amarillos-rojos, seguían salpicando la frescura parda de este oficio, en la tarde pergolera donde la muerte se tornasola mujer.