viernes, enero 27, 2006

Berenice (la resucitada)

Él nunca pensó llamarse Berenice, y menos ponerse ropa de mujer. Solamente huir lejos, escapar de todos esos huasos molestándolo, diciéndole cochinadas. Porque él era un chiquillo raro, feíto, pero con un cuerpo de ninfa que sauceaba entre los cañaverales. Un cuerpo de venus nativa que aunque trataba de ocultarlo entre las ropas enormes que le dejaba su abuelo, siempre había algún peón espiando su baño egipcio en las ciénagas del estero. Apenas asomaba su pubertad, y ya se le notaba demasiado su vaivén colibrí en el mimbre de esclava nubla perdida entre las pataguas. Por detrás era una verdadera chiquilla, una tentación para tanto gañán temporero que no veía mujer hacía meses. Hileras de inquilinos que pasaban en la tarde gritándole: Mijito tome esta frutita. Mijito cómase esto, cabrito vamos pa' los yuyos. Por eso al cumplir los dieciocho años se fue, cansado que lo jodieran tanto. Se juntó con un grupo de mujeres que iban a la corta de uva y partió entre ellas riéndose y haciendo. chistes. Se despidió de su tía y del abuelo, que eran su única familia, y dijo que se iba con ellas porque no lo molestaban, que cortar uva no era difícil, y con lo que ganara se iba a comprar un pasaje a Santiago.

Así desapareció de esos tierrales, de ese paisaje alborotado por las chiquillas, las cabras vecinas, sus amigas que lo convencieron que se fuera con ellas más allá de los cerros, donde el campo azulado de viñas congregaba a las temporeras de la zona. Todas esas mujeres de brazos fuertes, señoras de manos verrugosas por el amasijo de tierras y enjundias campestres. Obreras de sol a sol, desmigadas por los surcos de las parras. Hormigas con sombreros de paja, soportando la gota del sopor a las tres de la tarde. Cuando el astro amarillo clava en la frente su espada fogosa. Cuando no, hay ni una sombrita que refresque la brasa laboral, recolectando vides en los parronales enanos. Cuando el sol es el capataz mayor que despelleja la piel con su látigo quemante. Allí solamente una pequeña ilusión es el reparo que amortigua la fatiga. Quizás, un bluyín nuevo para el Luchín que lo tiene hecho pedazos. Tal vez ese mantel colorinche, colgado en la tienda del pueblo, para avivar la mesa. A lo mejor, si alcanza la paga, una blusita, una faldita floreada, un rouge barato, una Crema Lechuga para humedecer los pómulos llagados de amapolas por la irritación solar. Y mucho más, tantas cosas pendientes, tanto milagro de cortinas nuevas y vestiditos para la niña chica. Tanta. ensoñación colgando de unos pocos pesos, del resumen de canastos y canastos que no se alcanzan a llenar en un solo día. Que las cabras más jóvenes lo hacen rápido, corriendo, apresuradas por llenar las javas para juntar la plata y comprarse esa parka de la ropa americana, y esas zapatillas Bata, o las Adidas.

Y entre las muchachas frescas como gajos verdes, casi confundido entre sus ademanes coquetos, el marucho riéndose a toda perla contenta, tirándose agua, alivianando el duro oficio con sus mariguancias de loca, diciéndole a las señoras que no se encorvaran tanto. As¡ no mamita, que va a terminar como un camello. Míreme a mi. Así, sin gibarse, con el espinazo bien derecho. Usted se agacha solamente doblando las rodillas, como si recogiera una flor tirada en el camino. Entonces, las mujeres copiaban sus lecciones muertas de risa, entre aplausos, gritos y besos que se tiraban jilguereando la tarde.

Ese verano de uvas febriles y sudores de mujer le puso el nombre a la Berenice. Ocurrió sin quererlo, sin saber que los treinta y cinco grados de aquel febrero que achicharraba los sesos, se cobrarían una víctima. Un desahucio entre las trabajadoras que caían desvanecidas sobre las matas. Y luego, después de tomar agua y reponerse un rato, volvían a la agotadora corva de recoger. Pero una de ellas, casi una mocosa de frágil corazón, no despertó. Y aunque trataron de reanimarla tirándole agua y echándole viento con hojas de parra, ella pareció hundirse más en el ahogo. Se quedó tan muerta entre los racimos, tan ovalada y mora su cara desafiando al sol. Casi orgullosa de morir así, amortiguada por los algodones jugosos de aquel colchón, vinagre. Entonces, sus compañeras pararon el trabajo y se quedaron tiesas un minuto resistiendo el impacto. Y luego, el estampido de gritos y carreras y averiguaciones de quién era, quién la conocía, quién avisaba a la familia. Qué dirían los patrones, allá en la oficina tomando agua mineral. Esos explotadores de mierda tenían que hacerse cargo de este crimen. Y partieron todas juntas, enrabiadas, empuñando las tijeras de podar abiertas en el aire. Tú no, le dijeron al coliza, tú no eres mujer. Tú te quedas cuidando a la finada para que no se la coman las hormigas. Y lo dejaron de custodio tembloroso junto a la muerta. Porque él nunca había cuidado a una muerta. Menos a ésta, que mirándola bien era bonita. Parece una virgen, se dijo, cerrándole los ojos. Pero para ser virgen tiene que tener un nombre, algún papel de identificación. Y comenzó a hurguetearle los bolsillos del delantal hasta encontrar un carnet agrietado y mohoso. Y en ese momento, al mirar la foto y leer el nombre, nació la Berenice. Se vio reflejado en esa identidad como en un espejo. Y con un poco de imaginación, quizás depilándose las cejas... Podría ser, por qué no. Y no lo pensó dos veces, bautizándose de nuevo con la identidad de la muerta, que agradeció con un beso en la frente aún tibia del cadáver. El resto fue desaparecer de esos lugares, viajar y viajar hasta encontrarse bajo el cielo ahumado de la capital. Su parecido con la fotocarnet lo complementó dejándose el pelo largo y aindiado; un poco de pintura, relleno para el busto y un susurro de voz. Así, como un clavel injertado con rosa, salió a la vida derramando los candores pirateados de su nueva identidad Berenice, la resucitada.

El tiempo en la ciudad es trapo que se gasta rápido, más aún para el forastero que multiplica su pasar en las volteretas de la sobrevivencia. Así repartido, las mañanas desfilan mirando caras famosas en las revistas de los kioscos, leyendo titulares de prensa donde él nunca será protagonista. Pero éste no fue el caso de la Berenice, que saltó a la fama de loca raptora, al aparecer a toda página en las portadas de los diarios. A toda pantalla en la tele, exhibiendo una maternidad eunuca de Virgen María o Madre del Año. Toda concha o tinaja para acunar el niño que se robó de esa casa de ricos, donde trabajaba como nurse en el único laburo decente que encontró en la capital, después de tantos años de pelar el ajo puteando la calle al rumbeo travesti. Porque ella nunca quiso terminar su vida como las otras maracas de nacimiento. Nunca olvidó el sur, ni su cielo nublado, como la cola de un zorro gris enredándose en sus sueños. Por eso le hizo asco a tanto maquillaje, a tanta pintura que se echaban sus compañeras, a tanto tacoalto y pelucas y pilchas brillosas que inútilmente trataban de encajarle. No había forma de quitarle lo campesina, ni siquiera un arito, ni una pestaña postiza para alegrarle los ojos secos de tanto cemento. Ni una sombrita, ni un colorete para avivarle su cara lavada de monja mañanera. Por eso no te pescan los buenos clientes, solamente los pacos de civil y esos mapuches que te confunden con empleada doméstica, le decían los otros travestis. Y al parecer, ése era su futuro. Y no le costó pasar por india trabajadora, de esas que ya no quedan, de esas que nunca piden feriado ni imposiciones para la libreta. De esas que son como brutas para el aseo, que no usan minifalda y no le andan meneando el culo al patrón. Esas indias sanas que se conforman con tan poco, solamente una limosna de sueldo, un cuartucho y la comida. Solamente eso, y todo el tiempo del mundo para amononar a la guagua de la patrona que la Berenice quería tanto. El bebito de rizos dorados que se robó en un arrebato sentimental cuando el crío le dijo mamá. Y ella no lo pudo soportar, no encontró recuerdo donde anidara esa palabrita, y sintió en el estómago una ebullición de ternura, como si la palabra la inflara de capullos que reventaron en rosas por cada uno de sus poros. Ese nombre una vez más le desordenó el mate ya desordenado por tanta mudanza de sexo. Ese mamá le fragilizó al máximo su corazoncito de tenca y no lo pensó dos veces, arrancando con la guagua como si se robara una muñeca de una tienda de lujo. Sólo por amor, sólo por equivocación de teta el bebé le había balbuceado mamá, a ella que jamás cantó ese bolero. Porque allá en el sur, nunca su tia ni el abuelo le dijeron su procedencia. Solamente podía escuchar en el ayer el "maricón huacho" que le gritaban los demás chiquillos. Por eso agarró una ropita, unos ahorros, y se largó con el niñito diciéndole "Que iban de paseo, pip, pip, pip, en un auto feo, pip, pip, pip, pero no me importa, pip, pip, pip, porque como torta". Que iban a comprar dulces, globos, juguetes y todo lo que quisiera. Que lo iban a pasar muy bien en el bus que tomaron rumbo al sur, lejos de Santiago, lejos de los radios dando la noticia del rapto. Lejos de la policía tomando sus huellas, averiguando que la Berenice era hombre. Lejos de la familia del nene llorando, suplicándole al homosexual que no le hiciera daño. Todo Chile pensando lo peor, las aberraciones sexuales más, atroces en manos de ese degenerado. Toda la policía buscándolo, repartiendo por fax a todo el país la cara inocente y sin expresión de una Berenice ausente. Más bien, la fotocarnet de una identidad sepultada allá en el sur, tantos años lejos. Ese rostro muerto de la Berenice original, fotocopiada bajo tierra, perseguida más allí de su desaparición en los doblajes del travesti Quizás rescatada de su anónima fosa, exhumada en la versión maricueca que burló la ficha del documento. Tal vez, revivida, reinventada en la noticia amarilla, por el "loco afán" de una maternidad en la aventura urbana.

Así, ese rostro sureño tensó el cotidiano nacional alarmando las buenas costumbres. Fueron horas y horas bombardeadas por la bulla del rapto que cacarearon los noticieros. En tanto la Berenice, doblemente travestido de mamá, jugaba con su niño en una plaza de provincia. Ambos reían corriendo, persiguiéndose, gritando cascabeleados por la agitación del "Corre que te pillo", llenos de remolinos y pajaritos de papel, pegajosos de nubes azucaradas de rosado sentimiento. Se hartaron de golosinas, merengues y confites, gastándose toda la plata en puros embelecos para la dicha. Le compró un sombrerito de huaso, una capa de Batman, una espada de Ultramán y un gran conejo de peluche que le sirvió al mocoso de almohada cuando agotado se quedó dormido. Cuando cayó la tarde sobre ellos, acurrucados en el banco, perseguidos, sin poder ir a un hotel ni pedir alojamiento en la iglesia. Por eso ahí mismo, anidados en el asiento florecido de juguetes, le cantó el arroró y le susurró el arrurú con su ronquera de mami marica. Chocha como una polla, lo envolvió. de arrumacos tarareándole el «Duérmase mi niño porque viene la vaca a comerle el popó». Y como por encanto, el pequeño parque se detuvo en una campana de silencio, para dejarlos seguir soñando juntos el mismo juego. Así, tumbados de cansancio, la penumbra llegó en puntas de pies y la noche provinciana los arropó con su velo azul en la gran plaza vacía.

Así mismo los encontró la policía, ovillados en la noche del desamparado amor. Apenitas empezado el cuento, apenitas recién cerrados los ojos, cayó el telón para la Berenice apresada en el sobresalto de su captura. Pero casi ni se inmutó, como si despertara a un final de fiesta conocido. Congelada para la foto del diario, entregó al baby como si devolviera un juguete prestado. No hizo teatro, le echó los dulces en los bolsillos, envolviéndole su capa de Batman, su espada de Ultramán y el sombrerito de huaso. No derramó ni una lágrima, le dijo adiós levemente, sin drama. Y solamente se guardó el conejo de trapo, llevándose el olor de su sueño en la piel mojada del peluche.

La transfiguración de Miguel Angel (o "la fe mueve montañas")

Cada cierto tiempo en Chile, y según el oportunismo noticioso, que levanta o acalla sucesos populares de acuerdo a las políticas de turno, se aparecen vírgenes en las cortezas de los árboles, en la pintura revenida de un muro abandonado, en la ventana rota de una casa de putas, en un gallinero, donde las aves ponen huevos con la cara de Nuestra Señora, en el vidrio del auto de Pinochet, hecho astillas en el atentado, en las tapitas de Coca-Cola, en la bandera desteñida de un club deportivo, en fin, por todas partes, sin previo aviso, la madre de Cristo reitera su performance iluminando al primero que la ve, dejándolo con los ojos blancos, titulado de curador, por ser el elegido que prendió la tele de la santidad.

Tal fue el bullado caso del Miguel Ángel de Villa Alemana. El niño santo, el púber médium que de un día a otro cambió su aporreada vida de orfanato por la fama de milagrero que hablaba con la virgen de tú a tú. Antes de aquella tarde, Miguel Ángel era un deslavado niño chileno, sin ninguna gracia. Y su pueblo no aparecía en las noticias desde el terremoto. Entonces nadie podía imaginar que ese pobre huacho iba a ser el personaje que provocaría tanta conmoción repitiendo yo la vi, yo la vi, ella me dijo. Y se despobló el pueblo con el alcalde, el cura, las profesoras, los bomberos y cuanto curioso corriendo, atropellándose por llegar al cerro donde el cabro decía que la virgen lo estaba esperando. Que ahí mismo, en esos peñascos, en esa lomita, hay una señora de blanco que me está llamando. ¿No la ven? Es tan linda. Fíjense cómo me sonríe. Pero nadie veía más que piedras y espinos. Nadie puede ver a la inmaculada porque ella no quiere, dijo una mujer. Ella sólo se deja ver por niños puros, y en este pueblo la gente es tan mala y peleadora. Solamente al Miguel Ángel le da la pasa para deleitarlo con su fulgor. Y parece que era cierto, porque el Miguel Ángel entraba como en éxtasis cuando llegaba la hora de su cita con la dama del alba. Y a través de su extraviada meditación, por su cara de arcángel volado, la multitud se hizo partícipe del milagro, viéndolo caer al suelo, orando, en trabalenguas y extrañas murmuraciones que las beatas traducían al latín y mapuche.La gran aglomeración de pueblo que llegaba a Peña Blanca estallaba en llantos y mea culpas cuando al chiquillo le bajaban esos tiritones, esos ataques, esa epilepsia delespíritu revolcándose en las piedras, arañándose la cara, arrancándose el pelo a mechones. No podían sujetarlo, tenía la fuerza de un toro, ni siquiera cinco hombres podían con él. Se dejaba todo machucado, solamente por los pecados del mundo, decían las mujeres. Por tanta cosa terrible que pasa en este país, el pobrecito se convierte en un Cristo niño que paga por nosotros.

Así, la noticia del Bernardito de Villa Alemana sobrepasó las fronteras del chismorreo campestre, sobre todo cuando se supo que un cojo salió corriendo, un ciego, dijo ver la bandera norteamericana en la luna, y un mudo se convirtió en relator deportivo. Entonces, comenzaron las peregrinaciones, las multitudes de enfermos que buscaban la sanación, y los sanos aburridos que deseaban contraer la epidemia de la fe. Por camionadas llegaban paralíticos tullidos y sifilíticos que arrastraban sus hernias, dejando una huella purulenta en el camino. Tratando de alcanzar la luz medicinal de las manos del niño santo, el iluminado Miguel Ángel, la bienaventuranza del pueblo, ahora cómodamente instalado en una regia casa, donde sus secretarias encuestaban, hacían prediagnósticos, repartían números, y a escobazos mantenían a raya al choclón de moribundos que se agarraban a muletazos por alcanzar una consulta. Y fue tal el suceso, que la conmoción llegó a Santiago. Y corrieron los periodistas acezando con sus grabadoras y libretas tomando notas. Y llegó la televisión con cámaras infrarrojas para revelar la imagen extraterrestre, que decían, bajaba al Chile de Pinochet para conversar con un niño pobre. Tanto despelote preocupó a la curia eclesiástica, siempre suspicaz frente a estos arrebatos de la fe popular. Y después de largas reuniones el obispado resolvió mandar a un viejo sacerdote experto en exorcismo a investigar los sucesos de Peña Blanca.

Así, el enjuto encargado se entrevistó con el cura del pueblo, indagó las vidas de los enfermos sanos, sostuvo largas pláticas con Miguel Ángel, permaneció día y noche mirando el peñasco donde decían aterrizaba la virgen. Meditó, rezó el rosario al revés y al derecho, intentó emocionarse con las piruetas parapléjicas de Miguel Ángel, estuvo tentado a parar las patas y ponerse de cabeza para ver el cielo al revés. Por si acaso, se arrepintió mil veces de haber, sido capellán militar, y haberle dado la comunión quizás a tanto asesino. No comió nada, evitando la tentación olorosa de los anticuchos, empanadas y fritangas con ajo que humeaban en la feria instalada a los pies del improvisado santuario. No dijo nada frente a ese circo que transformó el pueblo en una avalancha de acróbatas, saltimbanquis, prestidigitadores y gitanas que comerciaban con la imagen sacrosanta. Fue tolerante con los pósters a color que sacaron con la foto de María abrazada con el chiquillo. Con las distintas representaciones de la virgen: de huasa, de punky, de hippie, y hasta con un casco espacial bajando de un ovni. Se hizo el leso frente a tanta ignominia, lo soportó todo solamente para ver algo, para encontrarse cara a cara con la divinidad y preguntarle por qué había elegido a ese chiquillo mugriento que ni siquiera había hecho la primera comunión. Por qué señora, te apareciste a este cabro hereje. Por qué a mí me niegas tu presencia. A mí, que me he pasado la vida en flagelaciones y torturas, sólo para verte aunque sea de reojo. Por qué ni siquiera una lucecita, ni un rayito de esa tormenta eléctrica que deja con los ojos turnios a toda esta gente. Por qué no me has dado ni una seña, en todos estos días que he tenido que aguantar a tanto pecador, a tanto homosexual sidoso rascándose las pústulas a mi lado.

Por qué señora. Yo que he permanecido una semana con los ojos abiertos, con el corazón en paz, con la boca llena de tierra y las tripas secas de ayuno. Tratando de cachar algún destello, intentando aplacar la rabia, para que me llegue al menos alguna chispita de tu gracia. Para no irme como llegué. Y nada, nada, nada. Puro teatro, pura superchería de pobres y charlatanes. Pura falsedad esos milagros del tal Miguel Ángel. Sugestión colectiva, le voy a poner al informe que me encargó el arzobispado. Y si me equivoco, Dios nomás lo sabe.

El diagnóstico que dio la iglesia sobre el caso de Peña Blanca, más que desacreditar los poderes sanativos de Miguel Ángel, los hizo más populares, sumándose a sus fans otra parte de la religiosidad que desconfía de los curas.

Así, su fama traspasó las fronteras, llegando peregrinos de todo el mundo: enfermos incurables, que ya hablan recorrido otros santuarios tan taquilleros como Lourdes, Fátima y Lo Vásquez, gringos sudorosos por el cáncer, leprosos de la India, locas sídosas y desahuciadas que salían enfermas de sanas, agradeciendo a la virgen el milagro, besándole las manos a Miguel Ángel, que inmutable, recibía las donaciones voluntarias por el pago de sus poderes curativos. Regalos y abonos en dólares y cheques viajeros, que fueron juntando una pequeña fortuna. Para levantar un templo a nuestra señora, contestaba Miguel Ángel, cansado de tanta pregunta indiscreta, agotado de tanta entrevista copuchenta y de tanto repetir el rito del sana, sana, potito de rana.

Por eso, y respondiendo a las numerosas invitaciones que le hacían del extranjero, decidió tomarse un descanso. Y un día cerró el boliche argumentando que se iba a un encuentro internacional de iluminados. Y todo el pueblo lo fue a despedir a la carretera con lágrimas en los ojos. El alcalde leyó un largo y conmovedor discurso, y luego, aleteado por los aplausos, Miguel Ángel se alejó de su tierra repartiendo bendiciones por la ventana del bus, hasta que este fue sólo un puntito azul que se esfumó en la distancia.

Así, con la partida del santo, Peña Blanca retornó a su languidez de anonimato. El viento fue desmantelando los altares y la lluvia del invierno se encargó de desteñir las imágenes arrastradas por la tormenta. El zapatero desarmó su stand de refrescos y volvió a los zapatos, la modista guardó los frasquitos con tierra del monte y regresó a su costura, la profesora no tuvo más clientela traduciendo los mensajes divinos y retornó la tiza y el pizarrón, y los cabros chicos dejaron de ser guías turísticos odiando volver a clases. Y luego y pronto y después, todo volvió a ser tristemente como antes.

Varios años pasaron desde entonces, en Santiago la resistencia ocupó las calles a puro bombazo. Y la dictadura vio llegar los nacarados aires de la democracia, refunfuñando. Y Miguel Ángel se borró de la memoria de la gente, ocupada por los esperados cambios políticos.

Muy pocos se acordaban del niño santo cuando un periódico anunció su regreso. Dos o tres periodistas fueron al aeropuerto a esperarlo, y luego de ver a tanto exiliado bajar del avión y besar el suelo entre lágrimas y babas con tierra natal. Después de verlos descargar media Europa en sus equipajes, gritando en francés a tanto cabro mapuche que se resistía a bajar del avión. Pog qué. Chile seg feo. Yo quereg volveg a París, alegaban los críos del retorno, arrastrados de las orejas, chillando en un cruce de lenguas. Luego de este espectáculo, cuando no quedaban más pasajeros y los periodistas decepcionados por el fallido aviso se aprontaban a marcharse. En un enjambre de azafatas, como en su primer día de vuelo, se acerca una niña de pelo largo y gafas oscuras diciendo: ¿No me reconocen? Soy Miguel Ángel. La virgen me hizo mujer.

El programa especial de televisión que mostró la transfiguración del niño santo lo vio todo el país. Para armar el recuento biográfico, se desempolvaron imágenes de Peña Blanca, las multitudes, el cerro de la virgen, las fotos en éxtasis del Cristo adolescente, su prístino mirar, su pureza de ninfo celeste de entonces, contrastado con la mina tetona de lacia cabellera negra y labios rojos, en entrevista exclusiva por Canal Nacional. Poco quedaba del Miguel Ángel, ángel de los inválidos. Solamente algo de su voz, ahora enroquecida por la madurez, dándole gracias a la virgen por el relámpago transexual que la cambió el género.

También el programa incluyó testimonios de personas allegadas al personaje. Como la anciana doctora del orfanato, entrevistada y asegurando que Miguel Ángel de niño era hombrecito, tenia pene y testículos bien formados. Yo lo sé, porque me tocaba revisarlo bien seguido, de eso estoy segura. Ahora no sé, estoy confundida con los exámenes médicos que dicen que es una mujer y no presenta rastros de cirugía Él dice, perdón ella dice, que la virgen le ofreció para él un último milagro, porque estaba cansada y quería retirarse. Puede ser, yo no soy creyente pero «la fe mueve montañas». Además, hay cosas que aún la ciencia no comprende.

Después de la pausa comercial, habló un obispo. Dijo que Maria Santísima no hacia este tipo de milagros, menos interferir en la creación divina, porque ella, por muy madre que sea, no tiene poderes para cambiar la voluntad del creador que ha hecho al hombre bien hombre, y a la mujer, bien mujer. La biblia es muy clara en estas cosas, no admite trucos sodomitas ni operaciones sexuales con bisturíes místicos. La virgen no se manda sola, ella está subordínada al altísimo, que es la última palabra.

El controvertido documental reventó el rating televisivo. Por la pantalla se vio al Miguel Ángel peinándose, pintándose las uñas, planchando y cocinando como una sencilla doncella. También lo mostró paseando por el cerro de las apariciones de la mano con su actual novio. Un flamante macho joven declarando que se casarían lo antes posible, que serían muy felices y los hijos.... bueno, a la virgen siempre le quedan milagros, y "la fe mueve montañas".

Casi todos los protagonistas del suceso comparecieron en el juicio televisivo, menos el anciano encargado episcopal, ya muy viejo, y repitiendo que por fin la virgen le daba una prueba de su gracia, que después de tanta súplica, María conmovida, se le aparecía encarnada en la transfiguración de Miguel Ángel. Que ahora si podía morir tranquilo, después de ver su cara en la tele, en persona, hablando. Tan linda ella, tan joven, tan bella su mirada misericordiosa que apareció en la foto del diario, que él recortó para ponerla en el altar, para engalanarla de flores, reemplazando así la antigua imagen de esa señora tan pasada de moda.

El viejo sacerdote fue de los pocos que se tragaron el milagro, y se despidió del mundo extasiado con los ojos de su virgen travesti. El resto del país a la semana ya habla olvidado la insólita teleserie. Del Miguel Ángel nunca más se supo, nunca más hizo curaciones mágicas que dieran noticia. Seguramente por estar ocupado, cumpliendo labores domésticas.

En el pueblo nadie quiso hablar del asunto, nadie había prendido la tele ni leído el diario ese día. Sobre el tema se estableció una nube de silencio que borró el nombre Miguel Ángel de la memoria de sus habitantes. Sólo quedó el monte en medio del campo, iluminado a veces por un fulgor lunar que suaviza la erección pétrea con un manto vaporoso. Hasta allí, en medio de la noche, camuflados por las sombras, llegan hoy otro tipo de visitantes; un peregrinaje travesti que sube la cuesta de Peña Blanca con los tacoaltos en la mano. Mariquillas que quieren ser mujer, transexuales indigentes que no tienen plata para operarse, hermafroditas naturistas que exponen la próstata para recibir el hachazo celeste. Son los únicos que aún acuden al santuario, los únicos que riegan de velas el roquerío, los únicos que hacen la manda de quedarse extáticos en pose de diva hasta que retumba el alba. A ver si María desde el cielo los escucha, a ver si la mamita virgen, para callado y a espaldas de Dios, baja a la tierra para repetir el milagro, tan barato, tan suave como un golpe de azucena, sin anestesia y sin dolor.

El fugado de la Habana (o un colibrí que no quería morir a la sombra del sidario)

Ocurrió uno de esos días en que el amor es una boca ardiente respirando su vaho por las veredas de La Habana. Se inauguraba la Sexta Bienal de Arte en Cuba, y como invitado oficial, me calcé los tacoagujas encaminándome a la Plaza de La Catedral por el empedrado disparejo de la ciudad vieja. Ya los chicos jineteros no me pedían dólares, se habían acostumbrado a los continuos paseos de una loca chilena tambaleándose en los adoquines coloniales de esas callejuelas estrechas, donde no cabían autos, pero sí las llenaba el jolgorio fiestero de los mancebos mulatos balanceando sus presas en el cañaveral erótico de la tarde. Princesa dónde va. Reina dónde quiere ir, murmuraba ese tropel de jóvenes refrescándose del calor en la vereda. Con esa forma dulce que usan para piropear los habaneros. Con ese cántico querendón que te arrulla, que te sonroja como una orquídea quinceañera, vas por ahí, vaiveando la calzada al ritmo de sus besos, sus insinuaciones y sus dichos. Y ya no tienes cuarenta años, ni treinta, ni veinte, cuando a lo lejos se escucha un son (siempre se escucha música por alguna ventana abierta, donde una negra borda su melancólico cantar). Siempre hay gente en la calle, sobre todo a esta hora, cuando la banda municipal da el vamos a la Sexta Bienal de Arte en medio de la plaza, en medio de los cabros chicos que corren alborotados por el retumbar de los clarines. Los cabros chicos que miran curiosos mis tacoaltos y aplauden la llegada de las autoridades a este evento. Y fue entonces allí, a todo sol, cuando se me borró todo. Cuando quedó la plaza desierta por el brillar de unos ojos clavados en mi como dardos de templado metal. Unos ojos pestañudos que me hicieron perder el paso con su preguntona insistencia, con su infantil saludo de manos mojadas por el temblor de ese encuentro. Me llamo Adolfo, soy pintor y quería conocerte, me dijo. Y me tuvo que repetir la frase, porque yo había quedado amnésica ante tanta belleza. Tuve que contener el aire para preguntarle: ¿Por qué la tarde olía a azahares frescos? Será que alguna boda o funeral se ha dado cita en esta plaza, me contestó con una furia contenida, mirando con rabia la alegría de aquella fiesta. Todo es mentira, me dijo sin mirarme, como si revelara en blanco y negro el arco iris bullicioso de las murgas y acróbatas pintados que venían llegando para animar la Bienal. ¿Eres artista participante?, me atreví a preguntarle. No, dijo rotundo. Soy un fugado del Hospital del Sida. Me contagió una turista italiana a los diecisiete años y entonces yo no sabía lo que era ese lugar, por eso me presenté voluntariamente. Y cuando se cerró la reja a mis espaldas, supe que había entrado en una cárcel donde pasé dos años sin ver el afuera. Allá todo es hermoso, los prados, los pájaros en sus jaulas, las flores, el paisaje, la comida, la atención, los gays que no me dejaban en paz, la medicina, todo era demasiado hermoso en realidad, por, eso una noche sin luna salté las rejas y no paré de correr y caer y correr, y después de tres días caminando oculto de los caminos y la policía, llegué a La Habana y permanecí encerrado varios años hasta que cambiaron las cosas. Y ahora no vuelvo ni amarrado, porque todavía tengo esa cuenta pendiente. Aunque parece que hoy el sistema del sidario es más libre. Uno puede salir firmando un compromiso de no contagiar a nadie, de no zingar con nadie, de no conocer a nadie. ¿Me entiendes? ¿Y si te enamoras?, le dije cortándole su mirada de plumas violentas. Entonces puso cara de sorprendido. Eso ya no es para mí. ¿Quién podría amar a un sidoso sin pena, con un amor que no esté pintado de compasión? Yo no tengo compasión. Pero recién nos conocemos. ¿Y qué importa?, sólo tienes que amarme. Yo también soy una araña leprosa, le dije. Pero uno no puede enamorarse de pronto. Inténtalo, sólo tienes que atreverte. Además ya es tarde, porque lo pensaste, lo creíste y vamos abrazados por la resaca tibia de tus calles a comprar un ron Habana Club, que es exquisito, de siete años de añejo, dicen. Y serán siete años, me contestó, porque voy contigo y no aceptaré que te engañen. Y nos perdimos Habana abajo, mercado abajo, barrio chino abajo, donde ya no se veían turistas y el aire olía a cuchillos. Entonces me quise sacar los tacoaltos para no provocar. Y él no me dejó. No te los quites, me dijo casi ordenándome. Yo no tengo problemas, y si alguien los tiene se las verá conmigo. Y me tomó la mano para que yo tocara la punta filuda de su arma que escondía en su malandra corazón.

Sólo habían pasado unas horas desde que nos conocíamos, y ya navegábamos juntos en el mar dorado del amor como apuesta, del amor como desafío a dos soledades impuestas; la mía, como una búsqueda incansable de algo que reafirmara mi estadía en Cuba, algo que me hiciera recordar ese paisaje como un rostro humano, tal vez, unos ojos, una mirada huidiza en el vapor rosado de las nubes que pasaban sobre nuestras cabezas, y la suya, una soledad rabiosa que escupía en las piedras de La Habana, una soledad infantil acunada por el sida y por mi hombro en el abrazo de penuria. que nos llevaba zigzagueando la borrachera mientras caía la noche turbia sobre los techos, mientras el atardecer doraba su perfil amargo pegado a mi cara, sudado en mi cara, baboseado en mi mejilla, mientras hablaba, mientras decía que creyó en la revolución cuando aún él tenía futuro, cuando era militante de las juventudes que seguían al Che y su "querida presencia comandante". Pero después, el encierro en el sidario, la fuga de allí el acoso de sus propios camaradas y amigos diciéndole: Chico tienes que entregarte, tienes que someterte al reglamento de salud pública. Debes volver al hospital y dejar que la revolución se haga cargo de tu vida. No debes dejar que el individualismo te lleve por caminos reaccionarios. La medicina cubana ya encontrará el remedio. No te desesperes, no dejes que la pasión arrebate el progresismo de tu alma.

Todo esto me sonaba al oído con el bambolear tibio de sus palabras. Me sonaba mezclado con la música que venía de la plaza donde los participantes de la Sexta Bienal de Arte se preparaban para seguir la farra en La Cecilia, una playa cercana donde seria la fiesta inaugural. Yo te dejo hasta aquí, me dijo, porque eso es sólo para turistas o cubanos con dólares. Pero aún no son las doce, y todavía no se cumple la apuesta del amor que hicimos, le contesté llenándole su vaso de ron e invitándolo a subir a un taxi modelo Impala del año cincuenta, que más parecía el Batimóvil que la carroza de Cenicienta. No digo que estaba ebrio, o tal vez si lo estaba, por eso recuerdo nítida la sombra de las palmeras y la luna tremenda lagrimeando las olas en el tobogán del Malecón. Digo lo recuerdo, porque en la evocación el arrullo de su boca mojada me amordaza. Digo lo, recuerdo, porque nunca un sueño fue tan cinematográficamente real y tiernamente palpable. íbamos de una isla a otra isla, por el puente de besos que arqueaba sus cejas. Sus negras cejas terciopelas, fragantes y olvidadas en mi regazo.

Ya llegamos, dijo el chófer del taxi despertándonos del letargo. Entre la foresta se escuchaba la música, y las luces iluminaban tenues a las parejas sangoloteando la rumba. Era un resort, una especie de balneario pituco que me recordó La Serena. Debe ser porque el primer trago era gratis y el segundo había que pagarlo. ¿Y con qué?, si el viaje en taxi se había llevado mis últimos dólares. No importa amor, me dijo él, mirándome con sus ojos pungas. De alguna manera nos arreglamos, repitió arrastrándome a la barra donde los mozos servían mojitos y cubalibres a destajo. Cuando ellos estén muy ocupados, cuando no nos vean, tú recibes las botellas que yo te paso por abajo. Mientras tanto abrázame, finge que somos una pareja gay de vacaciones en Cuba. Y no me costó mucho hacerme la orquídea enamorada, y recibir las botellas de ron, del mejor que el chico me pasaba bajo el mesón clandestinamente. No me costó hacer ese tráfico y darle que tomar a todos mis amigos artistas pobres invitados a la Bienal. Y así, ebria como una cinta de raso empapada, no tuve problemas para salir a bailar con él, cuando poctizaron la noche los sones de "Lágrimas negras", no me pude negar. No pude dejarlo con sus manos estiradas, nada más que por el agudo dolor de pies que me causaban los tacoaltos. Pero bailar en esas latitudes del metafórico meneo era complicado, sobre todo porque ellos manejan el cuerpo sin culpa, sin predicciones de pecado. Y ahí estaba yo dando la hora, moviéndome como podía en la altura de los tacos y en la embriaguez del alcohol. Ahí estaba bailando como su puta del Tropicana, pero sin la gracia que tienen los cubanos, sin esa política de las caderas que libera el cuerpo. Ahí estaba yo, tratando de moverme como chileno azopado y cuidadoso, solamente con la intención del dancing, el resto lo ponía el ángel habanero, y también el ron y la noche bacará que dibujaba su boca dulcemente enrojecida por un beso.

Una noche de fiesta frente al ronronear felino al mar Caribe supone algo de ensueño, algo de película coloreada seguramente por la fantasía gris que tenemos los chilenos de paso por esas ardientes tierras del Trópico. Tal vez sólo fue eso, porque mientras pasa el tiempo desde aquella noche; se van diluyendo lentamente las palabras de amor y los besos de aquel mancebo habanero se me escapan como pájaros mientras escribo esta crónica. Y es imposible retroceder hasta aquella amanecida en esa playa, donde la luz del día me arrebató la sombra de su caricia, cuando desperté en la arena y todos se habían ido, y ya no había música, ni luces, ni ron, ni sus pestañudos ojos gritándome un S.O.S. desde las fauces del sida. Se había esfumado, antes que el sol quemara la declaración de amor que firmamos con desespero, ahí mismo, en la rodada de ternura y sexo de dos cuerpos que juegan con la muerte por un te quiero. Pero fue él, en el último momento, quien detuvo la mano cadavérica de la epidemia antes de cruzar la zona de riesgo sin preservativo. Fue él quien dijo: No, espera, no tenemos que compartirlo todo, amor, porque no estamos en igualdad de condiciones. Yo tengo sida, y el sexo puede ser una gota amarga que nos una y nos separe para siempre, cariño. Mejor soñar que lo hacemos princesa, mejor acurrúcate en mi pecho y duerme y sueña y déjate llevar por el tumbar de mi corazón que te pertenece, que me ganaste en la apuesta de enamorarnos esta noche.

No supe en qué momento el chico se marchó, dejándome dormido en el recuerdo ausente de sus brazos. Y creo, que fue el mejor adiós que cerró la poesía de esta historia. Lo demás era imposible, era inútil haber imaginado cualquier destino juntos, era romper el mágico desafío amoroso que inició este encuentro. Nunca más volví a saber de él en los pocos días que me quedaban en La Habana. Recorrí mil veces las mismas calles, la plaza de la Catedral y todos los sitios alegres donde estuvimos, y que ahora, parecían solos y deprimentes sin su presencia. Traté de encontrarlo preguntándole a otros pintores si lo conocían, si sabían de él, porque no creo que en Cuba haya muchos pintores que se fuguen de un sidarlo. Y La Habana cultural es como una familia donde todo el mundo se conoce, como en Santiago. Cómo nadie podía conocer a un personaje tan divino, un ser casi legendario por su historia, y por esa sensación de cielo vacío, de mundo vacío y ajeno que, me dejó al partir.

Así, el paisaje habanero ya tiene un rostro que lo hará infinitamente recordable para mí, porque quizás, "todo paisaje lo evoca la sonrisa de un ser amado". Así también la Cuba sentimental que conocí a través del chico del sidario, nunca más será la misma, nunca más torearé al amor y la muerte con tanto desafío, en aquella plaza, en esa florida noche, cuando él me cantó al oído la rabia dulce de su furioso corazón.

Lorenza (las alas de la manca)

El año 1989, el artista Mario Soro conoció a Lorenza en la ciudad de Munich, cuando fue invitado a la muestra de arte chileno Cirugía Plástica en Alemania. Ahí supo que su nombre masculino era Ernst Böttner, que había nacido en Punta Arenas producto del casamiento de una alemana y un carabinero chileno, y que su edad aproximada bordeaba los treinta y tres años. Lorenza vestía entonces un ceñido pantalón de cuero azul y tacoaltos que alargaban su figura travesti. El pelo rubio hasta la cintura, sujeto en una cola tirante, achinaba levemente sus ojos claros. Su torso se veía estrecho bajo la capa que lo protegía del frío nórdico. Pero Lorenza era un continuo reír en nubes de vaho que evaporaban su boca pintada. De Chile le quedaba muy poco, solamente cierta sombra en la mirada, al recordar el chispazo trágico de aquella tarde en que perdió los dos brazos.

Hasta los diez años, Ernst Böttner vivía en Punta Arenas como cualquier hijo de inmigrantes. Era un niño rubio y delicado que perseguía los pájaros, tratando de agarrarse al vuelo escarchado de sus alas. Pero las aves eran huidizas y el pequeño Ernst se quedaba con las manos vacías, sin alcanzar las plumas grises que tiznaban el cielo austral.

Un día vio un pájaro en un alambre, tan cerca, que sólo bastaba estirar las manos para cogerlo. Pero Ernst nunca supo que ese alambre era un cable de alta tensión, y la descarga eléctrica revolcó en el suelo su frágil cuerpo. El accidente carbonizó sus brazos, y a medida que fue pasando el tiempo, el guante de la gangrena trepó por sus manos hasta que debieron amputárselas. Y después el antebrazo y luego los codos. Pero la gangrena seguía subiendo y la medicina rural no podía detener el proceso de putrefacción. Entonces la madre decidió vender lo que tenía, y apelando a la doble nacionalidad de¡ niño, lo llevó a Alemania para curarlo.

Instalado allá, Ernst fue sometido a una operación que detuvo la pesadilla y borró las cicatrices de sus hombros, dejándolos tan lisos como un mármol griego. Después, la rehabilitación para discapacitados, que en Alemania es óptima pero muy cara, hizo que su madre tuviera que trabajar haciendo aseo en el mismo hospital para pagar el alto costo de la terapia.

Así, Ernst reemplazó las manos perdidas por sus pies, que desarrollaron todo tipo de habilidades, en especial la pintura y el dibujo. Pero luego fue derivando la plástica hacia una cosmética travesti que hizo crecer las alas calcinadas de su pequeño corazón homosexual.

Estudió arte clásico, posó como modelo e hizo de su propia corporalidad una escultura en movimiento. Un relieve mocho, volado de la ruina urbana. Un desdoblamiento de la arquitectura europea. Una cariátide suelta.

Entonces nació Lorenza Böttner. El nombre femenino fue la última pluma que completó su ajuar travestí. Desde entonces, se ha desplazado por diversos géneros de las artes visuales: la fotografía, el cine, la performance, la instalación. Y su nombre al pie de dibujos y pinturas le ha servido para sobrevivir y viajar por el mundo con su madre.

Su sacrificada progenitora que se convirtió en mamanager, y no acepta fotos ni entrevistas, de no mediar un pago por el trabajo de su hijo. "Lorenza tiene copyright", dice ella tapando el lente de los fotógrafos.

Pero más allá de sus dibujos y pinturas, la verdadera obra es su cuerpo, que lo exhibe, minusválido, como una bella intervención en Nueva York, Barcelona o California. A veces, se instala en la calle y tiza con sus pies delicados dibujos, que luego los zapatos de los transeúntes se encargan de borrar. Mientras, a su lado, la madre suple la carencia del hijo estirando la mano que recoge las propinas.

Quizás, su obra más conocida es una performance que realizó en Berlín el año 1982. En un evento de arte corporal, Lorenza se instaló a la entrada del museo pintada de blanco, simulando la Venus de Milo. El público pasó por su lado sin verla, solamente cuando la escultura comenzó a moverse se dieron cuenta del cuerpo sunco mimetizado en la pose clásica.

Ciertamente, este artista se inscribe en una categoría especial del arte gay, pero en Lorenza la homosexualidad es una reapropiación del cuerpo a través de la falla. Como si la evidencia mutilada lo sublimara por ausencia de tacto. Cierto glamour transfigurado amortigua el hachazo de los hombros. La pose coliza suaviza el bisturí revirtiendo la compasión. Se transforma en un fulgor que traviste doblemente esta cirugía helénica.

Lorenza en performance, es una walkiria trunca y orgullosa. Por los brazos que no tiene se inventa un par de alas, como la Victoria de Samotracia posando para Robert Mapplethorpe, el fotógrafo homosexual que un tiempo después murió de sida. Así aparece en catálogos y revistas gays, amputada y puta del Partenón. Algo así como topless en la Acrópolis o tacoaltos en Atenas, invitada de contrabando a la bacanal posmoderna.

El verano del 90 estuvo en Chile, y pasó casi desapercibida en el ambiente cultural. Venía sólo á arreglar un asunto de familia. Pero cuando le pidieron que hiciera un numerito, aceptó, contradiciendo a su madre, que insistía en cuánto le iban a pagar.

La acción de Lorenza en Chile se realizó una calurosa tarde de domingo en la galería Bucci, ante un escaso público y la mirada ociosa de las parejas que salen a vitrinear los días festivos. Alguien preguntó si era parte de la Teletón, y lo hicieron callar mientras la bella manca proyectaba su sombra etrusca en los muros de la galería.

También hizo los dibujos de un hombre y una mujer y se puso en medio. Después, todos se fueron a bailar a una disco gay donde Lorenza batió sus alas hasta la madrugada. A la salida, al pasar por un regimiento, los milicos de guardia le tiraron besos y algo le gritaron. Y ella, sin incomodarse, abrió de par en par su capa y les contesto que bueno, pero de a uno.

Fue elegida símbolo de las Olimpíadas Mundiales de Minusválidos, realizadas en Barcelona. Pero a Chile no quiso volver nunca más, desde ese verano del 90, cuando tomó el avión alejándose por segunda vez en su vida. Y antes de subir las escaleras se detuvo un momento, apenas un segundo que su memoria quiso levantar un guante para despedirse. Pero sólo le temblaba un hombro, cuando desplegando su ortopedia alada, desapareció en el cielo sin mirar atrás.

NOTA: En 1993 llegó la noticia de su muerte en Alemania. La sombra del sida la pilló volando bajo, y calcinó en el aire su aleteo imaginario.